El sol se pone – Sebastián Padrón Acosta.
Presencio la agonía de la luz. Sobre el mar Helios muere, envuelto en su propio deslumbramiento. El sol te retira del horizonte,su cuna y su sepulcro, con la solemnidad fastuosa de los Césares, con el lujo deslumbrador de los sátrapas orientales.
Apolo desciende, coronado con el fausto pictórico del poniente, que ahora tiene la sugeridora apariencia de un incendio de cegantes pedrerías.
El divino sagitario se rodea de flechas luminosas: yo diría que en el horizonte se ha desplegado un gigantesco abanico de oro, abanico radioso.
Uno de mis deleites favoritos es asistir al ocaso del sol, al descenso de la «gran piedra incendiada», que dijera Anaxáforas.
Apolo, áureo y purpúreo celebra su rito, en el amplio altar del poniente, que se ilumina y enciende con la policromía de una gran fiesta pirotécnica.
El sol oficia en las alturas. La divinidad astral se prodiga en un derroche cromático.
Y mi sabeismo se exalta. ¡Sabeismo transitorio, pues bien sé que tras el gran disco se oculta la mano hábil del Artífice…
El mar, inmenso como un gran corazón, acepta con mansedumbre, el oro del sol, la caricia postrera.
El océano iluminado, encendido, antójasele a la visión una balsa inmensa de oro fundido.
Apolo, incansable, se prodiga, se derrocha en colores, en nimbos, en dardos, que lanza sobre el mar incendiado.
El sol en las alturas semeja una custodia gigantesca, en la que el Orfebre va dejando toda la gloria de su pensamiento y la divina habilidad de su arte, arte infinito, arte de Dios… Apolo, desciende, ebrio de colores y de lumbres.
Como el sol -pienso- los pueblos tienen su orto, su apoteosis y su ocaso.
Los pueblos caen en la Historia para no levantarse. El sol muere, para surgir mañana más radiante y vivificador.
Y Helios, envuelto en su púrpura recamada, desciende de su sitial.
La tierra siéntese fecundada y ardida al flechazo de fuego, que despierta el germen, donde duerme el gran misterio de la vida.
El sol, sigue desbordando su cascada flamígera, su catarata ígnea. Diríais que ahora ha desplegado un gran manto de tisú… El sol muere, glorificado, como un genio en su triunfal plenitud.
La áurea cabellera de Apolo, cae, graciosamente desatada sobre el mar, que recibe, gozoso, la caricia de oro, dádiva excelsa y postrera de un dios
en agonía…
Un velero, que pasa, frágil y ligero, agita levemente sus blancas alas, bajo el incendio deslumbrador del poniente.
Y después de un supremo esfuerzo lumínico, Apolo hunde en el seno del mar su cansada frente de artista.
Sebastián PADRÓN ACOSTA.
Villa de la Orotava (Tenerife).