Lo que las piedras cuentan

Alegranza y el trasatlántico ‘Champlain’

por Agustín Pallarés Padilla

Hoy este blog se honra publicando la primera parte de un artículo que ya vió la luz por primera vez en el periódico LA PROVINCIA el 6 de junio de 1999. Su autor es Agustín Pallarés Padilla, farero que fue del faro de Punta Delgada de la isla de Alegranza, guía turístico y erudito investigador de la toponimia y la historia de Lanzarote. Aquellos lectores interesados pueden seguir sus trabajos en su blog Prehistoria, Historia y Toponimia de Lanzarote, Canarias


Desde hace mucho tiempo vengo acariciando la idea de dar a conocer al público lector, por el interés que estos temas suelen despertar, los pequeños ‘tesoros’ que en forma de documentos escritos tuve ocasión de encontrar dentro de botellas durante mi dilatada estancia en la islita de Alegranza.


El detonante que ha puesto en marcha la ejecución de este viejo proyecto ha sido el artículo publicado en este mismo periódico el pasado día 25 de abril por don Manuel González Quevedo bajo el título de Mensajes en botellas. Su lectura me hizo rememorar viejas vivencias de mi feliz estancia en aquella apartada islita, primero durante mi niñez con mis padres y hermanos y luego ya mayor con mi mujer e hijos estando destinado en el faro como lo estuvo mi padre. Allí he pasado años inolvidables entregado a la contemplación de la naturaleza en su estado más integral y puro cuando Alegranza era todavía un pequeño paraíso ecológico y un remanso de paz.

El primero de estos mensajes escritos es el que, pese a ser el más lejano en el tiempo, trae a mi memoria más vívidos recuerdos. Lo encontré cuando tenía sólo doce años de edad en uno de aquellos frecuentes ‘costeos’ que hacíamos mi hermano Antonio y yo recorriendo la orilla del mar en busca de ‘jallos’ o pecios flotantes arrojados a la costa por las olas, especialmente por el lado norte de la isla cuando era azotada por los pertinaces vientos alisios o ‘brisas’ de las Canarias. Fue en el lugar llamado La Juyona, a causa de la gran cantidad de cangrejitos conocidos por los pescadores con el nombre de ‘juyones’ por la rapidez con que huyen al intentar cogerlos, pues son muy apreciados como carnadas en la pesca del rey de nuestros peces de mesa, la vieja.

La emoción que nos embargó cuando nos dimos cuenta de que dentro de la botella, milagrosamente depositada sobre el suelo rocoso de la orilla sin haber sufrido daño alguno después de sortear numerosos escollos y peñascales empujada por el violento oleaje, había un papel en el que se percibía algo escrito fue enorme. Hay que tener en cuenta que ya por entonces teníamos la cabeza llena de exóticas aventuras que bebíamos en las muchas novelas que mi padre poseía. Entre ellas descollaban por su interés para nuestras mentalidades de adolescentes las de Julio Verne, y precisamente en una de ellas, la titulada Los hijos del capitán Grant, en la que se respiraba un ambiente que guardaba a veces algunos puntos de analogía con la clase de vida que llevábamos en la islita, se describía el hallazgo de un mensaje dentro de una botella que había sido extraída del estómago de un tiburón.


Con tan preciado trofeo en nuestro poder el tiempo se nos hizo poco para regresar a casa. Tan pronto llegamos al faro fue instalada la botella sobre una mesa presidida por mi padre con el resto de la familia expectante en torno a ella. Ante la imposibilidad de sacar el papel por el gollete sin causarle un grave deterioro se optó por sacrificar la botella rompiéndola. Afortunadamente el escrito era aún legible, pero estaba humedecido. Por tal motivo, para poderlo manejar con garantías de no causarle algún daño irreparable, hubo que ponerlo a secar sobre un cristal.

Tanto mi padre como mi hermano Manolo –el intelectual de la familia– dictaminaron sin esfuerzo cuál era el idioma en que venía escrito. Se trataba del francés. Incluso, pese a sus conocimientos elementales sobre esta lengua, no les fue difícil interpretar algunas de las palabras clave, dado su estrecho parecido con sus correspondientes españolas. La fecha del lanzamiento, por ejemplo, estaba clara. ¡Había tardado el mensaje en llegar hasta nosotros nada menos que un año y un mes! Tampoco ofrecía dudas el nombre del barco, el Champlain, no sólo por llevar mayúscula inicial sino, sobre todo, por ir precedido de la palabra ‘paquebot’.

Apenas cayó mi padre en la cuenta de este nombre exclamó dubitativo: “Pero, cómo, ¿no es este el barco que hundieron los alemanes hace unos días? Lo oí por la BBC de Londres. Si no era este el nombre se le parecía mucho”, sentenció.

Nos quedamos todos de una pieza sin saber qué decir, con una especie de angustia indefinida reflejada en el rostro. ¡Sería posible que hubieran muerto nuestros nuevos amigos epistolares en el naufragio?

Unas semanas más tarde vimos confirmada en la prensa la noticia del hundimiento del Champlain, aumentándose con ello nuestros negros presagios.

Para poder entender al completo la misiva oceánica nos hicimos en cuanto pudimos con un pequeño diccionario bilingüe. Después de algún esfuerzo y repetidas tentativas conseguimos traducirlo. Su contenido era el siguiente: “Esta botella ha sido lanzada el 3 de mayo de 1939 desde el paquebot Champlain yendo hacia el Havre (entre Nueva York y Plymouth. Todo iba bien a bordo. Saludos a quien tenga la suerte de encontrar esta botella. Enviado por dos grumetes (Bell-Boy) del buque Champlain. E-G y J-M”.

Como puede verse, ni siquiera traía dirección a la que poder enviar la noticia del hallazgo a sus remitentes.

Este fue el germen que hizo nacer en mí la afición por las lenguas extranjeras, lo que me facilitó cuando mayor el ser habilitado de Informador Turístico. Han sido muchas las veces que los clientes de habla francesa me han preguntado dónde había aprendido el idioma, a lo que les respondía que lo había conseguido sin salir de la isla, por mis propios medios, contándoles la influencia que había tenido en su aprendizaje un documento escrito en esta lengua que había encontrado dentro de una botella en una islita casi desierta siendo muchacho, quedando por lo general muy interesados con la singular historia. Hasta que un día, en 1994, unos pocos años antes de retirarme del ejercicio de la profesión de guía, una señora que iba en una de las muchas excursiones que he hecho en guagua con clientes de esta nacionalidad, al oír esta explicación del mensaje de la botella lanzada desde el buque Champlain me prometió indagar sobre la historia del barco. Y cumplió su palabra. 


Un par de meses más tarde de haberse producido nuestro encuentro en Lanzarote recibí una amable carta en que adjuntaba otra que ella misma había recibido de la Association Havraise des Amis de Paquebots, en la que, entre otras cosas, se daban sobre el Champlain los siguientes datos: Fecha de botadura, 15 de agosto de 1931; medidas, 195 m de eslora, 25 de manga y 9 de calado, con un desplazamiento bruto de 28.124 toneladas. Tenía capacidad para 639 pasajeros de 1ª clase, 317 de 2ª y 134 de 3ª, constando su tripulación de 551 hombres.

Su trágico final fue como sigue: el 12 de junio de 1940 rindió viaje en el puerto francés de Saint Nazaire procedente de Nueva York con algunos pasajeros a bordo y una importante carga de material de guerra. Ya por entonces habían comenzado los bombardeos aéreos alemanes sobre posiciones aliadas. Temiendo las autoridades marítimas francesas que el barco pudiera ser hundido en este puerto por los aviones enemigos y que lo obstruyeran, decidieron trasladarlo a la vecina bahía de La Pallice, a donde llegó el día 16 del mismo mes. La noche siguiente algunos aparatos alemanes sobrevolaron la rada dejando caer en ella varias minas magnéticas. En la mañana del día siguiente, al girar el barco sobre el ancla con la marea hizo explotar la cadena uno de estos ingenios militares ocasionando con ello el hundimiento del barco. Hubo como consecuencia de la terrible explosión once muertos y otros tantos heridos entre los miembros de la tripulación.


¿Se encontraban los dos muchachos entre las víctimas? Nunca lo he podido saber.

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