Personajes Populares
Contenido principal de la conferencia pronunciada por Melecio Hernández Pérez en el salón de plenos del ayuntamiento del Puerto de la Cruz el día 5 de julio de 2005, dentro del ciclo “La Tertulia de los Iriarte”, organizada por el Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias.
De Melecio Hernández Pérez
Cuando supe que el profesor Rafael Fernández, titular del departamento de Filología de la Universidad de La Laguna, iba a versar su conferencia sobre el clan Iriarte- la única familia de toda Canarias y, muy posiblemente, del reino español que mayor número de personajes ilustres haya aportado a la historia de la política y la cultura nacional e internacional, fundamentalmente en el siglo XVIII- y de cuyo magistral resultado pudimos disfrutar ayer en este mismo salón, pensé inmediatamente que también los personajes o tipos populares, esos sencillos y a veces humildes seres, debían de tener cabida en un acto como éste. Fue esa la razón principal de elegir el tema de hoy, un tema de andar por casa, que, de forma simple y modesta, he volcado en las cuartillas que siguen dedicadas particularmente a la amable audiencia de esta tarde veraniega.
Hubo tiempos pasados no muy lejanos, en que el Puerto de la Cruz, al igual que el resto de las demás poblaciones de la geografía insular, contó con el típico personaje de indiscutible popularidad y general simpatía, que era poco menos que un bien preciado, muchas veces identificable con el lugar de nacimiento o de residencia, ya que al nombre o apodo se solía añadir el gentilicio correspondiente, como ocurrió con aquellos cándidos hermanos que siempre estaban a las puertas de San Juan de la Rambla, allá por los años 50. El individuo en cuestión podía ser el “bobo” o borrachito de turno, e incluso el perturbado o lisiado, entre otros gremios como el vagabundo, pedigüeño y pordiosero que movía a la conmiseración de unos o a la indiferencia de otros; pero que representaban el blanco ideal para el ensañamiento y el divertimento de la chiquillería.
El Puerto registró algunas de esas figuras dignas del más respetuoso recuerdo, como parte de la intrahistoria intrínseca y entrañable, merecedoras de ser recuperadas de la memoria colectiva, porque a pesar de su protagonismo, terminaron en el silencioso mundo del anonimato. También formó parte de la nomenclatura el mendigo foráneo, atraído por el cosmopolitismo y el ambiente turístico y comercial de la ciudad, propicio a sus intereses recaudatorios. Y, por supuesto, otros, que nada tienen que ver con los grupos humanos señalados, pero que, por su proceder y andanzas, alcanzaron esa categoría en el tejido social más heterogéneo.
Pretendo en este sucinto compendio de personajes, airear de la trastienda de la memoria una mínima parte de esa serie de populares que siempre han rondado por mi mente como aves migratorias y que han ido anidando a través de los años. Es propósito que esta exposición.-un tanto a imagen y semejanza, aunque en campo muy distinto-, sea una emulación de la ingente y meritoria labor que año tras año viene realizando el profesor Antonio Galindo con el rescate de viejas fotografías reproducidas con la más avanzada técnica por el prestigioso fotógrafo Manuel Díaz Febles, y que, como un tesoro gráfico-literario referencial de tiempos idos, expone de manera ordenada y documentada.
Los pintorescos y variopintos personajes alcanzaron notoriedad por diversas razones. Son individuos que hoy desfilarán sin un orden preconcebido, sino tal vayan fluyendo del territorio de la memoria.
Confieso que uno de los mayores impactos me lo produjo un tipo de gran envergadura, allá por la década de los cuarenta. La imagen que retengo es la de un hombre llevando a hombros un féretro, como hacía también aquel famoso individuo de La Laguna que llamaban “Pandero” que recorría las calles de la ciudad, más que con su persona, con sus patéticas melodías silbadas. El personaje en cuestión fue también mandadero, filarmónico y marchaba detrás de las procesiones junto a la Banda Municipal de Música. Subía aquel sujeto la calle Quintana con dirección a la de Santo Domingo. Las campanas de la iglesia doblaban a muerto acentuando la luctuosa escena. Después lo perdí de vista y no recuerdo haberlo visto más, posiblemente porque esa vivencia superó a cuantas pudiera acceder posteriormente de aquel hombre-ataud. La caja no era para él, el muerto tampoco era yo, porque la de los niños era pequeña y blanca. ¿A quién sepultarían en aquel lejano día y año? Nunca lo supe ni lo sabré. Pero sí que el personaje a que me refiero tenía por nombre Joaquín y por mote “El leño”.Le decían Joaquín “el leño”. Según supe después, uno de sus trabajos consistía en acarrear hasta las casas mortuorias las cajas para la nueva y última morada. Las recogía de la carpintería de Antonio “el Baltasar” donde se fabricaban a la medida. Tampoco encontré respuesta a quién sería el portador del féretro de Joaquín el día de su fallecimiento. Se cuenta que familiarizado como estaba con la muerte, casi partió del brazo de la Parca, esa temida presencia que en las representaciones pictóricas de los genios Rubens y Goya, en Louvre y Prado, son de gran belleza plástica.
Otro de los personajes cuya imagen recuerdo con nitidez y nostalgia, es la de un pobre hombre que conocí en mi adolescencia en el barrio Botánico. Muchas veces sus pasos se encaminaron a la venta de Domingo González, su primo, quien le socorría con alimentos y cigarrillos. Le decían Pepillo el “Rolón” y su penoso estado se debió a que de niño su padre le asestó una fuerte paliza con consecuencias para su salud. Arrastraba, indudablemente por ello y por el peso de sus años, una ligera cojera y un cuerpo sufrido y encorvado que se ayudaba de un cayado o palo a modo de los guanches. Recorría descalzo los caminos. Su vestimenta era andrajosa y sobre sus hombros llevada una raída manta doblada que aparte de servirle para salvaguardarse del frío, la usaba de colchón en la cueva donde vivía, próxima a la costa marina, como un troglodita aborigen. Su rostro era digno de un pintor de la categoría de aquel norteamericano afincado en el Puerto de la Cruz en la década de los treinta, que vivió en la casa de Magdalena Cabrera (familia Padrón) en la calle de La Hoya y en el torreón del hotel Marquesa, donde tuvo su estudio. Era Cadwallader Washburn, llamado “el pintor sordomudo”. Los rostros de tipos populares, fundamentalmente de hombres de la mar, que tanto pintó y grabó en esta ciudad turística, fueron el centro de su atención. Un día de 1940, al parecer por asunto de espionaje, partió precipitadamente para América, en la época de Sebastián González González, o don Chano “el del Marquesa!”, como era más conocido. Nuestro mendigo tenía barba de chivo y de su afilada nariz destilaba un hilillo mucoso que secaba en la manga de su americana. Aprisionaba entre sus labios un cigarrillo “virginio”. Su voz débil y gutural emitía ininteligibles sonidos; pero, según con quien, hablaba algunas palabras o frases siempre inconexas. De mirada triste y ojos hundidos, su rostro estaba surcado de arrugas. Ofrecía el aspecto de los tipos descritos por Charles Dickens. Era uno de esos infelices de los que las burlas de los otros me hacían daño. Lo dejé de ver por largo tiempo, y entonces alguien me informó que Pepillo el “Rolón” había muerto en la soledad de su cueva. Aquella frágil figura aún sigue ocupando una parcela de mi memoria, pese a saber tan poco de su vida. Me hubiera gustado que Pepillo hubiera tenido la suerte de un Samburgo, cuyo recuerdo inmortalizó Zamacois en una de sus novelas. Samburgo fue el pordiosero-rey de las calles de Santa Cruz de Tenerife de los años veinte. Paseando el ilustre intelectual por las inmediaciones del cuartel de San Carlos, el menesteroso, dispuesto a engullir el rancho que le habían proporcionado los militares, le preguntó: “¿gusta usted, caballero?”. Zamacois, impresionado, dejó escrito lo siguiente: “¡Bendita tierra ésta, donde hasta los mendigos son unos señores!”. También el poeta Francisco Izquierdo, nacido a finales del XIX, le dedicó una composición poética de la que tomo la primera estrofa:
Me encantan esos viejos sucios, llenos de piojos,
Pipa en boca, tez negra, tartamudo el andar
Igual que esos bichos carnudos y bisojos
Que entre las rocas duermen a orillas del mar…
Sin más pretensión por adentrarme en tiempos anclados en el lejano ayer como los recogidos, incluso en la poesía popular portuense de principios del XX, intitulados “la comida organizada por la Casa de Cornelio” o “la Banda Municipal”, y otras de carácter jocoso que versan de un Antonio el “petudo”, gaditano, yerno de Pablo el “cachorro”, sepulturero del camposanto católico del Puerto de la Cruz, y que vivió en el castillo de San Felipe, sin el consabido título de Castellano de la fortaleza. Antonillo era limpiabotas y músico de la Banda, quien después de los ensayos que solían terminar al anochecer, para poder pasar por delante del cementerio, reclamaba la compañía de su mujer haciendo sonar la trompeta desde lo alto del Peñón, o Patricio Quintero “cagalera”, el hombre que manipulaba los zancos como nadie y Antonio Álvarez el “lucero” que llevaba arrollados al cuello enormes collares de llaves de madera para barricas de vino y que terminó su vida como el rey de los pordioseros; todos ellos fuente de chascarrillos, a diferencia de populares de menos riqueza anecdótica como “La Ventaneando”, una mujer que vivía en La Montañeta en la frontera con Los Realejos, y que tenía dos hijos. Ella, para sacar adelante a sus vástagos, recorría los pueblos del valle con la cesta a la cabeza primero, luego con un burrito cargado de los más variados artículos demandados por su clientela. Pregonaba por las calles: “Aquí va la venta andando”, siendo éste el origen del mote de aquella infeliz que, como única propiedad, legó a sus hijos Juan y Eulalia. Sin embargo, el varón que marchó para Santa Cruz y subsistió más de la caridad que de su labor de mandadero, se hizo muy popular en la capital con el sobrenombre de “ya te calé”, mientras que su hermana a todo el mundo llamaba “primo”, lo cual ponía de manifiesto la deficiencia mental de éstos.
Don Antonio Hernández (entonces la gente era respetuoso con los mayores a quienes trataba de usted. Y como esto es lo único que poseían no seré yo quien se lo arrebate, aunque sea en detrimento de otros protagonistas que sí llevan el tratamiento y que omito en aras de los más humildes). Digo, que don Antonio Hernández, alias “el manquito”-aunque tampoco sé por qué se le llamaba así si poseía brazos y manos-era oriundo de La Orotava, y, pese a su condición de lisiado, a diferencia de otros que participaron de la limosna institucionalizada, éste, conocer del oficio de zapatero apropiado a su discapacidad, llegó al Puerto con el propósito de trabajar y beneficiarse del clima costero y de las aguas curativas que existían aún en la Cueva de San Telmo y en la fuente de Martiánez. Desde su nacimiento fue un tullido con las extremidades inferiores atrofiadas, lo que le imposibilitó andar incluso apoyado en muletas; tampoco dispuso de silla de ruedas. Se movía valiéndose de la fuerza motriz de sus manos apoyadas en el suelo para arrastrar su cuerpo dentro de sus limitados dominios de la iglesia parroquial, el entorno de la plaza de recoleto jardín con pila central y cisne de 1900; las ruinas históricas del convento de las Nieves incendio en 1925, la visión abierta del padre Teide y el murmullo arrullador y ensordecedor a veces del cercano mar. Los que le recordamos nos remontamos a finales de los 40. Él vivía en la torre de la iglesia matriz bajo el peso del campanario y las pesas colgantes que movían la maquinaria del reloj. Recorría las naves y las capillas de la iglesia, en confabulación intimista.
Por aquella época, el párroco era Federico Afonso. Necesitado de un campanero, bien por conmiseración o conveniencia, don Antonio, a cambio de un techo, pasó a responsabilizarse de echar las campanas al vuelo, por lo que las cuerdas llegaban a ras del suelo de las que se colgaba y balanceaba el lisiado. También portaba las llaves del templo. Esto lo invistió de cierta autoridad de la que no dudó en servirse, mostrando entonces su lado más adusto. Dormía en un baúl y cierta noche las pesas del relojes se desprendieron golpeando el suelo con gran riesgo y estruendo sin más consecuencia que el susto.
Había algo de Cuasimodo en el “manquito”. El personaje de Víctor Hugo- salvando la diferencia con el cíclope parisino-éste vivió en la catedral y vagaba dialogando con las esculturas sagradas. Fue también campanero que se colgaba y columpiaba para poner en movimiento las campanas catedralicias. ¿Acaso no fue campanero Cuasimodo por mandato del arcediano Josa como don Antonio por el párroco Federico Afonso?
Nuestro personaje terminó viviendo de la caridad de los demás. Casiano Verano y otros vecinos piadosos les proporcionaban el alimento diario. Él quería ser útil, y mientras el comerciante sesteaba después del almuerzo en su establecimiento donde se vendían los finos productos de Cadbury´s, el lisiado hacía de celoso guardián.
El “manquito” usaba sombrero, tirantes y llevaba chaqueta todo el año, y a pesar de que no podía valerse de sus deformados pies los calzaba con botas. No sé si el clima del Puerto o los muchos años residiendo aquí le cambiaron su aspecto rústico; lo cierto es que su piel se curtió como la de los marinos y pescadores, que es tando como ser hijo del Puerto de la Cruz. Un día enfermó, y volvió a su Villa, de donde había venido, donde falleció.
Pero algunas veces la voz de bronce de las campanas de la torre nos traen el recuerdo de quien un tiempo fue camarero Mayor de la iglesia de La Peña de Francia.
Otro disminuido físico fue otro Antonio, esta vez “Cojolaburra”, si bien pese a su invalidez no fue uno de esos personajes enclenques que inspiraban compasión, porque en su figura cosida a la muleta que le servía de apoyo al andar, ya que le faltaba una pierna, y tocado como iba siempre de sombrero de fieltro, había cierta arrogancia y porte como la de esos héroes mutilados de guerra que prenden de su pecho hasta las condecoraciones de hojalata. Don Antonio fue un individuo que nada tenía en común con el tonto de turno, caso de “To-to Lindo”, tipo triste y tierno, el bobo mondo y lirondo que iba descalzo y andrajoso, con la mirada perdida y sonrisa de baba, con los bolsillos repletos de piedras. Venía a representar en aquellos tiempos el prototipo de la estampa frecuente en plazas y caminos de nuestro territorio insular. De La Orotava recuerdo a Perico “Culo Goma” y Manolo “Reloj” y de Los Realojes, aunque más tarde, a Pipira.
En la zarzuela “María Adela”, el comediógrafo Julio Romón, autor del libreto al que puso música el portuense Juan Reyes Bartlet, rescata, dignifica y exalta la frágil simpleza del bobo, un primer personaje en la acción dramática encarnado en Juanito, un sujeto con alma de hombre que sabe querer de verdad, aunque su torpeza le impidiera manifestarlo.
El “Cojolaburra” fue, como queda dicho, otro tipo de personaje popular. No encaja en el drama de “María Adela”; más bien en “Misericordia”, de Pérez Galdós, como un Eliseo Martínez, cojo y manco al pie de la parroquia de San Sebastián. Él no buscó catedrales ni iglesias; se conformó con una vieja ermita, la de San Telmo, antigua batería de su nombre con perfil de maderos y garitones.
A mediados del siglo XX, tanto la ermita como la batería aparecían sumidas en la desidia. Las descarnadas paredes del recinto sagrado mostraban su ruina y los viejos cañones que defendieron el fondeadero del Rey, yacían incorruptos. Parecía el escenario de una legendaria batalla. Algún tiempo atrás, allá por las décadas de los 30 ó 40, apareció por estos lares venido de quién sabe dónde, y ocupó la garita mayor, la del este, que convirtió en su vivienda: cocina y jergón en la que vivió durante muchos años hasta unos meses antes de su muerte acaecida en el hospital local. Tuvo habilidades para los oficios de albardero y zapatero, y trabajaba sentado en el bando de la fachada de la ermita acompañado de gatos y perros. Se aficionó al morapio y tenía mucho carácter. Cuando se defendía de las trifulcas provocadas bajo los efluvios etílicos, colocaba la muleta a modo de lanza, y más de una vez, al perder el equilibrio, dio con los huesos en el pavimento adoquinado. Mermado de salud y fortaleza para subsistir, contó con la generosidad de algunas familias que cubrieron sus necesidades más perentorias. A veces he pensado si no sería un veterano de la antigua guarnición que volvió del túnel del tiempo para morir como el último soldado del fortín.
También conservo el recuerdo de otro personaje popular, hasta el extremo de no haber olvidado ni el timbre de su voz ni el sonido de la fricción del arrastre de su calzado a su paso por las aceras. Es nada menos que don Diego Manuel González Hernández. Seguro que se preguntarán quién fue este señor. Al menos yo al principio lo hacía. ¿Quién será y adónde irá tan decidido? El susurro ininteligible que emitía mientras callejeaba ¿era tal vez alegato, canto o rezo eternizado en sus labios? ¿Acaso gemía por la pesada cruz que en vida le tocó vivir? No lo sé, sólo sé que bajaba de La Orotava andando al Puerto como mendicante para visitar las casas en los días que impartían limosna las familias pudientes y que dialogaba consigo mismo y a veces canturreaba algo así como “los abedules ta-ra-rá eran azueles”. Sé que cuando le gritaban “mariposo” se volvía sobre sus pasos encolerizado blandiendo y hasta arrojando su bastón, vomitando toda clase de improperios. Que de haber sido de “complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro” y no de baja estatura, lanza en ristre en lugar de bastón, yelmo por boina, aunque eso sí, caballero y andador, podría ponerse en sus labios la frase de Don Quijote en la aventura de los molinos: ”Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete”.
Había adultos que le daban limosna, sólo a cambio de que danzara y cantara; duro y cruel precio para un anciano vejado en corro que aplaudía sus torpezas, aunque otras almas caritativas lo socorrían dadivosamente. Vagaba sus soledades en total aislamiento, sin calor hogareño, por esos caminos de Dios con su drama cosido al alma, porque tempranamente había perdido a sus seres más queridos, soledad ésta que muy posiblemente le llevaría a una pacífica demencia de su extraño y misterioso mundo.
Los que le conocimos habrán adivinado que este don Diego González al que me vengo refiriendo, no es otro que el conocido por don Dieguito o don Diego, que no era precisamente de La Orotava, como cabría suponer, sino del Puerto de la Cruz. Nacido en 1871, pasó a la Villa siendo aún joven donde vivió de la caridad. Era pequeño de estatura, ligeramente encorvado, acicalado, de flor en solapa y de paso menudo; rostro fláccido y bizco de mirada sin brillo, escuálido y endeble. En su espíritu conturbado se encendía a veces una lucecilla de recuerdos fósiles y contaba entonces vivencias de su juventud. Así vivía entre la razón y la sinrazón, entre la calma y la borrasca, entre el brillo de la lucidez y la noche negra impenetrable de las ideas soñadas. Eran dos vertientes coronadas por una figura imborrable, querida y nunca olvidada. Para don diego, su madre muerta seguía siendo el eje de su existencia. Largos diálogos ante la tumba en el silencio sobrecogedor del cementerio, a la luz tenebrosa de la noche. Así fue desgranando don Diego las horas de su vivir, entre el coloquio nocturno con la materia del despojo y la oración fogosa, callejera, espoleada por el estímulo de las gentes. Vivía en el Asilo de la Caridad y allí murió en 1963, a los 92 años de edad. Se trataba de un ser simple, humilde y popular muy conocido y querido en todo el valle, principalmente en La Orotava. Una mano amorosa cerró sus ojos y prendió del ojal de la mortaja, si es que la mortaja tiene ojal, la última flor.
En tiempos pretéritos de vivir sencillo, deambular y conversación pausados, las calles olían a pueblo. Eran tiempos en que por las mañanas las mujeres llegadas de los altos vendían en cestas de refrescantes helechos los frutos del monte; el lechero con la medida en ristre iba vaciando sus cantinas por las casas con la misma habilidad del escanciador jerezano, al igual que el cabrero. Conmovedora y bella resultaba la estampa del mulo cargado de leña para las panaderías, aguardando pacientemente en mitad de la calle el alivio de la pesada descarga. Y muy típica la del pescador con sus aparejos de pesca y los pantalones arremangados, rumiando con fruición tabaco y portando una ristra de viejas o cabrillas. Muy común era ver al cura impartiendo la bendición a instancia de los transeúntes o procesionando a toque de campanilla el viático, al paso de del cual la gente se persignaba y arrodillaba. También el médico del pueblo acudía solícito a visitar a domicilio los enfermos. Llegaban de la Península vendedores ambulantes (algunos se quedaron) como aquel que voceaba: “al palito de la raza”. Y ¡fíjense!, también eran tiempos en que si algún vecino enfermaba de gravedad, unos bidones en la calle interceptaban el tráfico rodado. Todas esas piezas conformaban el perfil urbano y costumbrista de la época.
Ahí estaba la “Rochila”, tocada de sombrero negro y sempiterna pipa humeante, Cándida la “Pirulina”, Elena la “Popa” o Candelaria la “Balaya”, entre otras. Posteriormente recaló por el Puerto “Toribia” de Icod el Alto, vendiendo gallinas, huevos, perejil y otros productos. Alcanzó popularidad por su vestimenta y adornos estrafalarios, pues se pintorreaba y llenaba de abalorios y baratijas de toda especie. Asimismo, como un flash, me llega la imagen del primer florista callejero a la ciudad. Amanerado y de voz atiplada, colgaba sendas cestas de sus brazos, y no podía regresar a su Orotava hasta no liquidar la totalidad de las flores, por mandato expreso de sus explotadores. Pepito, que así se llamaba, agotado y casi sin comer solía descansar al pie del “Canal de Suez, porque, además, le estaba prohibido gastar dinero alguno de la venta obtenida. Así de honrado era con su “amo”. Murió ciego en el hospital de La Orotava. Y así, tantos otros personajes, actores todos de su papel en la comedia de la vida, que pusieron ritmo y pulso al vivir callejero. Algunos de ellos de la rotundidad del murciano Ginés Oliver, mejor “don Ginés el churrero”, el de La Cartagena, y su carrito de venta de helados. Acudía con su mercancía a buena parte de las fiestas de la isla y elaboraba artesanalmente exquisitos churros y turrones que durante más de medio siglo pregonó por las calles portuenses. Cirilo Carrillo, cubano de nacimiento, quien en sus últimos años andaba por las cercanías de la plaza del Charco y del muelle al servicio de los que necesitaran curar de algún hueso dislocado. Famoso fue Julián y su burro “Sarguito” dedicado al transporte y objeto de populares coplas por la virilidad del asno y la supuesta foto de Baeza con la mula del Fielato (El burro de “Sarguito”/ y la mula del Fielato/ fueron casa Baeza/ a sacarse un retrato…/) La firma Juan Ríos y Cía. lo ocupaba casi diariamente para el comercio que mantenía abierto en el antiguo inmueble de la familia Lercaro, denominado “El Fielato”, donde hoy se levanta un edificio de varias plantas, y a cuyo costa, frente a la Caleta, estuvo adosada la pescadería de mayor tipismo de la isla.
De mi época en el Círculo de Iriarte, no olvidaré jamás a Froilano Gonzàlez Díaz, fallecido en 1962, contando sus increíbles historietas que Gabriel Ojeda conocía en su totalidad. Refería cosas así: que en cierta ocasión viéndose perseguido en Cuba por un negro, trepó por una cascada y cuando salvó el salto, cortó de un tajo el torrente de agua con un machete, impidiendo subiera el perseguidor.
Conocí a dos Lázaro, uno era el hombre-buceador y el otro el camellero que se afincó definitivamente en la ciudad turística. El primero tenía la facultad de sumergirse a pleno pulmón, sin botella de oxígeno, en la bahía del puerto y permanecer hasta casi quince minutos bajo el agua. Su presencia en el muelle resultaba todo un espectáculo circense, muchas veces premiado con aplausos. Por las fiestas patronales, nadie como él para cruzar el palo de la cucaña sin caerse. Tan misteriosamente como vino desapareció. El otro, uno de los personajes más fotografiados e internacionales de la historia del paisanaje portuense, paseaba a los turistas en sus camellos mientras cantaba aires canarios al compás del campanilleo de sus dromedarios, envuelto en una estela de admiración y simpatía. Representó todo un símbolo en la oferta turística. Imposible dejar de nombrar a Ramón Torres, Ramonillo, pescador conocedor de todos los bajíos y las cuevas de sus víctimas: los pulpos, que luego su hermano Isidoro servía en el guachinche que mantuvo en la calle Dr. Ingram en función al vino a consumir. Atuendo de conchas de almejas en los Carnavales, provisto de armónica para tormento de oídos ajenos, le hicieron ver que fabricantes de unas chocolatinas con hechura de disco musical se enriquecían a costa de su universal fama. Y qué decir de los tiernos e ingenuos personajes como Pancho el de don Pepe “De la Duquesa”, con su jaula pajarera y Berto Molina, a quien dedicara Eloy Delgado, yerno de Juan Bolinaga, un emotivo recuerdo necrológico; o Julio, sociable, encorbatado y seguidor de entierros a los que sigue acompañando infaliblemente con unas flores que ha pedido para el caso.
Y a vuela pluma, porque no quiero cansar más, Ricardo “corazón de león”, asiduo de la playa de Martiánez, que se adelantó al agro ecológico y sostenible con su huerta cuyos productos vendía fácilmente. Se consideraba un consagrado poeta y era autor de la poesía “al gofio” que, junto a otras, sirvieron para que los que le rodeaban contribuyeran a que perdiera un mucho su equilibrio mental; Juan Ríos, el “marqués de Ríos”. Todo un mito donjuanesco; Tomás García “el bacalao”, que de carretero pasó a camionero y luego a taxista, con pretensión de guía turístico y profesor de “su” español para extranjeros. Ejemplo de su enseñanza es la siguiente lección. Le decía a los turistas: “Ripita cormigo: mañana templanito golveremos a dir a Las Cañadas der Teide” o “Ria-Ria-le-jos. Así, Realejos”. En lo deportivo, el campeón de España de natación Fermín Rodríguez y Peytaví en salto de trampolín; Casimiro “el luchador” y en lo futbolístico el “Victoriero”, el Pichás, el Mona, el Burra, el Monada, el Espolín, los Chavales, Mencho y toda una legión interminable de buenos dominadores del balón.
Apartado muy especial merecen figurar personalidades como Pedro Montes de Oca García, cronista oficial de Canarias, escritor, historiador e investigador con numerosos trabajos publicados, y quien se encontró en una venta de San Juan de la Rambla varios documentos históricos del pasado que la ventera utilizaba para envolver sardinas saladas. Escribió aquellos satíricos versos denostadores de la Sociedad de Iriarte: “Pueblo de cuatro tendederos/- y dos parroquias aparte-/ veinticinco merenderos,/ tres funcionarios palmeros/ y un mal Círculo de Iriarte/ donde cuatro ranilleros/ discuten de ciencias y arte”. En los últimos años de su vida paseaba por la playa de Martiánez, calles y plazas, repartiendo atenciones y galantería a las féminas extranjeras. El maestro Bonnín a quien llegué a ver plasmar en sus acuarelas motivos como la hermosa buganvilla que colgaba del muro del patio de la casa Ventoso y numerosos portales de casas rústicas. El médico Celestino Cobiella, alto, de hablar rápido, caminar ligero y pañuelo pendiente del bolsillo superior de su chaqueta, o, más recientemente, Gerardo García, dicharachero y chistoso, uno de los últimos galenos que llegó al corazón del pueblo y que de tanta generosidad entregada al prójimo le pasó como a Ícaro; Manuel Miranda que murió en el hospital del Puerto a avanzada edad y que enseñó a pintar a varias generaciones portuenses que todavía siguen recordando con gratitud. Y una interminable relación de personajes dignos de esta modesta evocación que extralimitaría el tiempo previsto.
Sin embargo, cabe traer aquí una muestra de esas personas entregadas en cuerpo y alma al servicio de los más débiles, de las que nombraré sólo a tres: sor Pura Arencibia, nacida en Las Palmas, que llegó a esta ciudad en 1920 y dedicó 56 años de su vida al Hospital local, hasta su muerte acaecida en 1978. Auxiliar de quirófano, enfermera, cocinera y hasta mujer de la limpieza. Le recuerdo recorriendo los caminos de la red viaria y visitando casa por casa entregada a su misión humanitaria y apostólica. Se hizo querer de todos y, aunque enemiga de protagonismos, como humilde que era, fue Hija Adoptiva del Puerto, Medalla de Plata de la Cruz Roja y premio “Ranilla de Oro”, entre otras distinciones y homenajes. El siguiente, Medalla de Plata, es Chano “el de la Cruz Roja”, a quien el ayuntamiento del Puerto de la Cruz y el pueblo rindieron multitudinario homenaje por sus muchos méritos en pro de la benéfica institución. Y el tercero, Jesús Hernández Carillo, Jesús “el de los tambores y conectas”; placero, que viene realizando una intensa labor de forma desprendida en beneficio de los más jóvenes y la parroquia, por lo que fue distinguido por el CIT, así como por el Club de Leones con el premio “Ranilla”.
Recordemos igualmente a los que abandonaron este mundo recientemente como el incomprendido Chucho Dorta, aunque de La Orotava, portuense de adopción, que se refugió en Masca, pero que siempre volvía por las Fiestas Mayores. Último pastor guanche del valle de Taoro, folclorista empedernido, defensor a ultranza de las ancestrales costumbres y propulsor de la cultura popular, alma mater de la recuperación del tradicional baño de las cabras por San Juan. Y cómo no, Gilberto Hernández, el “oreja”, y Paco Jordán, con quien formara tándem por muchos años. Ambos tomaron ya el último vuelo hacia la eternidad y quién sabe si allá arriba seguirán organizando el Festival de Aeromodelismo.
Y concluyo con un personaje que la mayoría estará echando de menos: Federiquillo. El 16 de diciembre de 1958 murió en el Hospital Civil de Santa Cruz de Tenerife el sacerdote Federico Ríos Machado. Su cadáver recibió sepultura en el cementerio del Puerto de la Cruz. Había nacido en 1900, el mismo año que su ilustre paisano el clérigo escritor, poeta e historiador Sebastián Padrón Acosta. Estudió la carrera eclesiástica en el Seminario Conciliar de Tenerife y fue ordenado sacerdote en 1925. De sus 58 años de existencia terrenal, más de treinta vivió entregado a su ministerio, ejerciendo en distintas parroquias de la Diócesis, hasta su nombramiento de coadjutor en la parroquia de La Peña de Francia, razón por la cual se le aplicó el diminutivo, pasando a llamarse Federiquillo para distinguirlo de su homónimo Federico Afonso, como anteriormente hicieran los franciscanos con la Virgen de Peñita de La Ranilla y diferenciarla de la titular Virgen de la Peña del templo mayor. Federiquillo fue uno de los curas más populares y queridos de su ciudad. Supo conquistar los corazones de sus parroquianos y cultivar amistades en todo el valle con su proverbial jovialidad y campechanería. Su popularidad hizo que su figura resultara un personaje entrañable, rico en anécdotas, alegre y simpático al servicio de la comunidad católica. Entendía así la labor pastoral como parte integrante de su actividad en el seno de la Iglesia, donde era feliz celebrando la eucaristía, predicando y administrando los demás sacramentos. Daba gusto confesar con él: “yo conozco a tu familia y a ti también-decía-. Tú no has robado, matado, ni pecado”. La absolución se anteponía a la confesión. Fue un predicador vehemente sin que llegara a ser un notable orador sagrado. Sin embargo, era muy solicitado para las fiestas de barrios y pueblos del norte de la isla para ocupar la tribuna, ya que solía apelar al sentimentalismo y dramatismo con lo que arrancaba lagrimones a las pobres y sencillas mujeres. De mediana estatura. Rostro redondo. Frente alta y despejada. Ojos vivaces y llenos de luz; dicharachero; trato atrayente y afable, poseía un corazón magnánimo. Inquieto, de andar rápido y modales despreocupados, sotana recogida por un flanco, solía saludar con una divertida retahíla, al tiempo que propinaba un vigoroso “puñetazo” en la espalda y aplicaba los más estrambóticos nombres propios, como Gertrudis, Ambrosio, Atanasio, etc. Era coleccionista de zapatos, abanicos, quinqués y sotanas, se bañaba en San Telmo con el traje de baño púdico de la época: tirantes, peto y calzoncillos a la rodilla. Por la festividad de la Santa Cruz, adornaba el santo madero con arte y estilo propios en su domicilio de la calle de La Hoya.
Estando Federiquillo en la iglesia de Icod el Alto, y ante una pertinaz sequía, los agricultores y feligreses de aquella fértil zona se dirigieron a él para que sacara en procesión la Virgen del Buen Viaje en rogativa por la ansiada lluvia. Accedió a tal demanda y, en breves fechas, un 4 de mayo que llovió a cántaros, aquí en el Puerto también, cuando regresó a su casa, encontró anegada la vivienda con importantes daños materiales en el mobiliario y otras pertenencias. El hombre quedó impactado ante aquel desastre, y, con la sotana a la cintura gritaba una y otras vez: “Nunca más, nunca más, me pidan que saque a la Virgen en rogativa. El que quiera agua que la compre. ¡Y bien!
La marinería del Puerto es buen caldo de cultivo, pero haría no sólo interminable el tema de hoy, sino agotador. La figura más pintoresca, que no la más representativa del gremio de la marinería, era El Salitre, ese tipo delgado, a veces con gorra poco menos que de capitán, siempre pulcro, pero con sus botellas de cerveza a rastras, dando dos pasos a popa y uno a proa, como si el callejero fuera un barco al pairo. Pero indudablemente un señor de la mar, si nos atenemos a su estampa del más puro y rancio aspecto marinero.
Sirva esta evocación como sentido homenaje para aquellos que aparecen reflejados aquí en breves pinceladas y ya hoy, en su gran mayoría, desaparecidos del panorama terráqueo. Y para los otros, los que siguen entre nosotros, larga vida.