VIDAS PARALELAS – PRÓLOGO DEL TERCER LIBRO DE FOTOS ANTIGUAS, POR JOSÉ TRISTÁN PIMIENTA
Más de ochenta mil personas forman parte actualmente de un grupo público de Facebook especializado en la Fotografía Antigua. Sus orígenes se sitúan el 21 de marzo de 2012, cuando Alejandro Carracedo Hernández crea la página Fotos Antiguas de Tenerife. Su fondo sobrepasa hoy las cien mil fotografías, ordenadas en álbumes. Abarca desde los inicios de la fotografía en Canarias hasta la última década del siglo pasado.
Su éxito se debe tanto a la calidad de las fotografías de las colecciones atesoradas en gavetas y burós de varios de sus administradores, como a los comentarios de muchos de sus miembros, que las enriquecen, destacando el origen y la singularidad de sus elementos y situándolas en un momento concreto de la evolución de la sociedad insular. Logran así que las imágenes cobren vida ante nuestros ojos.
Conscientes del valor didáctico de aquellas aportaciones, en mayo de 2019 decidieron publicar una cuidada selección de fotos acompañadas de sus correspondientes textos explicativos. Tuvo una excelente acogida y ello propició la publicación de un segundo volumen en diciembre recibido también con entusiasmo del público y atención de los medios de comunicación. Si esos primeros volúmenes recogieron, con toda lógica, un variado abanico de arquitectura, espacios urbanos, modos de transporte, paisajes y tipos de Tenerife, en este tercer volumen el propósito de sus autores –imbuidos de un evidente “espíritu lagunero”– es abarcar con sus fotografías y textos todo el Archipiélago, cuya “triple paridad” incluye La Graciosa.
Las primeras y más antiguas fotografías de este volumen nos muestran dos edificios singulares, representativos de la evolución de la arquitectura y la morfología urbana de las capitales del Archipiélago, consecuencia de los cambios sociales, políticos, económicos y culturales de la España liberal. Estos culminaron con la desamortización de los bienes de la Iglesia dispuesta en 1836 por Juan Mendizábal, propiciando así el nacimiento y desarrollo de nuestras ciudades contemporáneas. En Las Palmas, encerrada entre sus murallas, con una trama urbana medieval configurada por los grandes edificios de las órdenes religiosas y una morfología renacentista, la renovación se inició en el barrio comercial de Triana, gracias al entusiasmo desplegado por “los niños de La Laguna”. Se trataba de un grupo de destacados estudiantes que, tras su paso por la Universidad Literaria de San Fernando, promovieron iniciativas ciudadanas para enriquecer el patrimonio cultural y educativo y –vencida la reacción absolutista de la regencia de María Cristina de Borbón– dar satisfacción a las inquietudes de progreso de aquella sociedad contemporánea; entre ellas, todo hay que decirlo, su autogobierno.
El Convento de las religiosas de Santa Clara, fundado en 1664 por seis monjas procedentes de La Laguna, pasó a ser propiedad municipal de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Tras una tenaz resistencia y algunas excomuniones, las religiosas fueron expulsadas; sus bienes subastados –aunque las alhajas y prendas de mobiliario más valiosas, incluyendo el retrato de la venerable Sor Catalina de San Mateo, fueron a parar al convento de la Orden en La Laguna– y el inmenso edificio, reducido a solar. El Ayuntamiento lo dividió mediante una calle, destinando una parte a paseo-alameda y otra al coliseo con frente a una plazoleta triangular, que cedió a una sociedad impulsada en 1839 por el músico Benito Lentini. El edificio lo trazó Santiago Barry Massip y la construcción, comenzada en 1842, corrió a cargo del maestro de obras Esteban de la Torre. El Teatro se inauguró en enero de 1845 con la comedia de Zorrilla “Cada cual con su razón”, representada por la sección dramática del Gabinete Literario, que un año antes había establecido allí su sede y destinó la recaudación a la fundación del Colegio de San Agustín. En junio se fundaría la Sociedad Filarmónica que es hoy la más antigua de España; se formaría una orquesta estable y por primera vez –si excluimos los multitudinarios conciertos públicos organizados por Carlos Guigou en Tenerife, en 1840 y 1843– comenzaron a ofrecerse conciertos periódicos que incluyeron el acompañamiento de arias y piezas de óperas de Bellini y Donizetti y la Segunda Sinfonía completa de Beethoven.
Lamentablemente entre 1847 y 1848 una epidemia de fiebre amarilla impactó en la ciudad, obligando a suspender la actividad cultural y cerrar el Colegio; premonitorio anuncio del terrible drama de la epidemia de cólera de 1851 que causó una horrorosa mortandad. La población huyó en masa al interior de la Isla en busca de refugio, pues los cadáveres yacían hacinados en las calles y los médicos que no fallecieron se habían contagiado del terrible mal. Un grupo de chinos, deportados de Cuba a Las Palmas, tirando de una carreta entonaban su fúnebre reclamo “¡Saquen sus ‘mueltos’! ¡’Saquen sus mueltos’!”
En Santa Cruz de Tenerife el Convento de los frailes dominicos, edificado en 1610 al arrimo de la ermita de Nuestra Señora de la Consolación y en el que se refugiarían y acabarían capitulando las tropas del contralmirante Horacio Nelson en la gesta del 25 de julio de 1797, también fue desamortizado y demolido para levantar en su lugar, de la mano del recién nombrado arquitecto municipal Manuel de Oraá y Arcocha, la Recova Vieja y, mediando la plaza de La Madera (Madeira), el imponente Teatro Municipal, un edificio exento inaugurado apresuradamente en 1851. A Oraá también se debe la Plaza del Príncipe y, ya como primer arquitecto de la Provincia Única de Canarias, la reforma del Hospital de San Martín, el Matadero Municipal; el nuevo Mercado y el ‘puente de palo’ en Las Palmas; y la remodelación del Hospital de Ntra. Sra. de los Desamparados en Santa Cruz de Tenerife, en 1862.
El 31 de agosto de aquel año llegó a puerto la fragata Nivaria, procedente de La Habana, llevando entre su tripulación una mortal pasajera que pronto hizo estragos en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. El pánico se apoderó de los vecinos ante el regreso de la fiebre amarilla, provocando la huida de más de la mitad de la población pese a que las autoridades la dividieron en sectores y establecieron medidas de higiene, de atención cercana y de control de precios.
Testigo excepcional de aquellos acontecimientos, del esplendor y el drama de aquellas décadas, fue Benito Pérez Galdós, nacido el 10 de mayo de 1843 en la que hoy es su Casa-Museo de la calle Cano. Su primera infancia transcurrió naturalmente escuchando y aprendiendo con sus hermanas a interpretar al piano páginas de los grandes clásicos, paseando por la Alameda y acudiendo a conciertos y representaciones en el vecino Teatro y Gabinete Literario, templos que despertaron su afición temprana a la Música y la Pintura, de la que se guardan testimonios notables en la finca de “Los Lirios”, en el Monte Lentiscal, refugio familiar de la epidemia de cólera de 1851.
Destaca una colección de cinco álbumes de dibujos que comienzan en los primeros 60 con el Gran Teatro de la Pescadería, en el que el joven Galdós recrea artística y satíricamente la ubicación de un Nuevo Teatro junto al mar, en la desembocadura del Guiniguada, a la que se opuso frontalmente y al que se dio su nombre tras el aclamado estreno de Electra, alegato a favor de la separación de la Iglesia y el Estado, en 1901. Una de las láminas representa la fachada neoclásica del primer Teatro –que ‘protesta’ alarmado–, rematada por un frontón triangular y con una balconada central soportada en un pórtico de seis columnas que se abre a la plaza con una escalinata de seis peldaños.
Ese álbum, y los versos esdrújulos que lo acompañan, los realizó Benito mientras terminaba el bachillerato en el liberal y progresista Colegio de San Agustín, en Vegueta, poco antes de presentarse en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Laguna, entonces el único del Archipiélago, para examinarse de reválida y obtener el título de Bachiller en Artes. En los últimos días de agosto de 1862 embarcó nuestro joven en Las Palmas rumbo a Tenerife, casi al tiempo que fondeaba la Nivaria en el antepuerto; los días 2, 3 y 4 de septiembre probó la suficiencia de sus conocimientos y, ya convertido en Don Benito, decidió aprovechar los días que restaban hasta embarcar el día 9 en el Almogávar rumbo a Cádiz, y deambular por Santa Cruz admirando los avances que experimentaban el urbanismo y la arquitectura de la capital con los proyectos de Manuel de Oraá, ya instalado en Madrid desde mayo, cuya maestría había tenido ocasión de contemplar en Las Palmas. Podemos imaginarlo paseando por la Alameda del Muelle, que ordenó construir el Marqués de Branciforte con su fuente y su escultura del Tiempo, de mármol de Carrara.
Junto a la casa ‘nelsoniana’ de Nicolás Estévanez y Murphy –uno de los personajes canarios inmortalizados en los Episodios Nacionales–; subiendo por la Plaza de la Constitución, ya embellecida con el espectacular “Triunfo de la Candelaria”, impresionado por la pétrea arquitectura neoclásica del Palacio de Carta, entonces sede de la Capitanía General de Canarias; contemplando la casa natal del general Leopoldo O’Donnell y Jorís, entonces presidente del Consejo de Ministros, que daría su apellido a uno de los Episodios; entretenido con la animación de la cercana Plaza del Príncipe de Asturias, recién inaugurada sobre el huerto del convento de San Pedro de Alcántara, con su fuente central y las esculturas alegóricas de la Primavera y el Verano; y llegando frente al Teatro de la Reina, con su fachada romántica rematada por un plinto con la leyenda “Reinando Isabel II”, en el que también se estrenaría triunfalmente su drama Electra, moviendo a la ciudad a otorgar sus apellidos a una céntrica calle. En la fotografía el plinto aparece coronado por un grandioso escudo de la ciudad debido a Gumersindo Robayna, instalado en 1864, y se observa una de las farolas que vio Galdós en la Plaza de la Constitución, trasladadas en 1863 a la Plaza de La Madera para sustituirlas por las de ‘belmontina’, que permanecieron hasta la implantación de la luz eléctrica a finales de aquella centuria.
En esas décadas de mediados de siglo se plasma la sustitución del poder del antiguo régimen, sustentado en la Iglesia y la nobleza, por el del Tercer Estado (campesinos, artesanos y comerciantes) del que nace una incipiente burguesía urbana y mercantil, laica y liberal. Esta se enriquece con el cultivo y comercialización de la ‘cochinilla’ y los servicios portuarios, actividad potenciada por la Ley de Puertos Francos de Bravo Murillo de 1852, cuyos beneficios se extenderán hasta finales de la siguiente década. Todo ello propicia la implantación de una pujante colonia extranjera, principalmente británica, atraída por el crecimiento mercantil y de las infraestructuras portuarias y participante de una política económica ‘prekeynesiana’, que impulsa las obras públicas como dinamizadoras de actividad económica y creadoras de empleo. Dicha colonia enlaza, tras la crisis de la ‘cochinilla’, un nuevo ciclo económico sustentado en los cultivos de exportación (plátano, tomate y papa), la navegación a vapor y una creciente industria turística.
En 1879 se instaló en la plaza frente al Teatro de Las Palmas el pilar de piedra azul de Antonio López de Echegarreta, primer arquitecto de la ciudad, que servía de fuente y pedestal al retrato en yeso del canónigo y poeta Bartolomé Cairasco de Figueroa, el que desde entonces da su nombre a la plaza y al Teatro y es, con pocos años de diferencia, la imagen que se plasma en la fotografía. La pobreza del material de la escultura realizada por Rafael Bello O’Shanahan provocaría su pronto deterioro y su sustitución, en 1894, por una espléndida pieza en mármol de Carrara del genovés Paolo Triscornia di Ferdinando, quien en 1892 había presentado una columna de igual nobleza rematada por el busto de Colón que dio nombre a la Alameda.
En Santa Cruz de Tenerife, tras sucesivas intervenciones de acondicionamiento y ornato a cargo de los maestros de obra Armiño y Maffiotte, en 1912 se acometió en el Teatro Municipal o de la Reina una reforma integral de su interior en herradura, proyectada por Antonio Pintor y Ocete, introductor de una estética modernista y ecléctica que, salvó su estructura exterior, eliminaría todo lo inicialmente proyectado por Manuel de Oraá. Finalmente, en 1924 se le daría el nombre del ilustre poeta y dramaturgo tinerfeño Ángel Guimerá y Jorge, fallecido ese año, que es con el que ha llegado hasta nuestros días.
José Tristán Pimienta