Un naufragio histórico en las costas de Anaga
por Antonio Sotillo
Son las doce de la noche del día 15 de febrero de 1898. Tiempo Sur infernal. El simún del Sahara envuelve el océano y las islas en una espesa niebla terrosa que impide toda visibilidad; el mar está embravecido, con olas que suenan al golpear contra el casco como martillazos en una fragua. La noticia del hundimiento del Maine –que implicaba el inminente comienzo de la guerra con los Estados Unidos- se acaba de recibir: presagio funesto para el oficial de guardia del Flachat; a este personaje, de carácter hosco y poco apreciado entre la tripulación, la noticia lo sumió en negras preocupaciones que distrajeron su atención de la labor de vigía. De pronto suena el grito de un marinero: “¡Tierra por proa!”. El oficial, volviendo de su ensimismamiento, recrimina al marinero: “”Imposible ver tierra con esta calima!, ¡atiende mejor tus obligaciones!”. Tras una breve pausa, el marinero grita de nuevo: “¡Rocas a estribor!”. “¡No son rocas –responde furiosamente el oficial-; son sombras que la luna proyecta sobre la densa calima!”.
Pasan unos pocos segundos y, a través de una momentánea clarea, alumbrados por la luz del Faro de Anaga, surgen nítidos y amenazantes, como fantasmas que acaban de adquirir forma corpórea, los acantilados del Barranco de Anosma frente al cual se encuentran los rompientes conocidos por los pescadores de la zona con el nombre del Bajos de los Verdes y, un poco más lejos a estribor, los dos Roques de Anaga. Una columna de agua surge de la Baja de La Mancha Blanca. El oficial, nervioso y apresurado, se dirige al capitán: “¡Encallamos!”. El capitán apenas tuvo tiempo de proferir una maldición: “¡Santo Dios! ¡Este loco nos ha perdido!”.
No había terminado de pronunciar estas palabras cuando se oyó debajo del casco un estruendo ensordecedor y una inmensa vía de agua anegó la sala de máquinas reventando las calderas y haciendo que los noventa y nueve metros de eslora se partiesen en tres pedazos. Acto seguido comenzó la angustiosa agonía de los cincuenta tripulantes y cincuenta y un pasajeros que ocupaban la nave: las lamentaciones e imprecaciones en varios idiomas –francés, español, turco, italiano- se mezclaban con los nerviosos relinchos y los golpes desesperados de los caballos que a coces intentaban romper las paredes que los aprisionaban para escapar de una muerte que intuían inminente.
Las dos grandes arcas que transportaban las artísticas imágenes de Cristo Crucificado y de la Inmaculada Concepción, con destino a alguna parroquia de Venezuela, salieron de las bodegas y fueron arrastradas por las olas hacia la costa; los desesperados viajeros, al verlas flotar en las aguas tenebrosas, se hincaron de rodillas y elevaron sus plegarias al cielo implorando un milagro. La mayor parte de la carga , además de la harina, estaba compuesta por toneles de vino que, como consecuencia de los continuos embates de las olas, se rompieron y tiñeron de rojo la harina formándose una mezcla sanguinolenta que se esparció por las aguas, siniestro presagio que a más de uno hizo caer en la desesperación.
El comandante del barco murió y tomó el mando el capitán Leroy. Su primera disposición fue ordenar que todo el mundo se trasladase inmediatamente a la proa, que era la parte encallada del barco, pues, al encontrarse afianzada en las rocas que conforman los Bajos Verdes, la consideraba más segura ante el empuje del oleaje. En la popa se encontraba un matrimonio con sus dos hijos, todos aferrados al mástil; en el momento en que intentaban pasar a proa una ola furiosa los barrió haciéndolos desaparecer para siempre; a viajeros y tripulantes, envueltos por la espuma de las olas y asidos a los trozos de madera en que se iba convirtiendo la nave, la espuma blanquecina que formaba el roce de las olas con el fuerte viento los iba envolviendo como blanco sudario para realizar su último viaje.
El Capitán Leroy ordenó a un marinero que tenía fama de buen nadador que intentase llegar hasta la costa para atar un cabo y tratar de desembarcar a los que todavía permanecían en la cubierta; tres veces acometió la tarea encomendada y, cuando parecía que iba a conseguirlo, una ola enorme lo estrelló contra los arrecifes: destrozado, desapareció inmediatamente bajo las furiosas aguas. A la mañana siguiente el Vapor Susu, de matricula inglesa, que partía de Garachico en dirección a Anaga al mando del capitán Ezequiel Crespo, al pasar los Roque de Anaga divisó sobre el oleaje de los Bajos Verdes los mástiles de un barco.
Al pasar la baja de Roque Bermejo se observó la chimenea del barco así como restos emergentes del mismo y, poniendo proa hacia el lugar de la tragedia, se acercó lo máximo que pudo, ya que el embate de las olas lo podía hacer zozobrar en el mismo lugar, y se arrió un bote que iba patroneado por un joven y valiente marinero de Taganana, Rafael Rodríguez Campanario, piloto del Susu. Según se acercaba a los rompientes oía los gritos de dolor de los náufragos. De pronto observó a un grupo de personas agarrados a un pequeño bote de madera hundido; al no poder acercarse se lanzó rápidamente al agua asido a un cabo, que ató en la embarcación hundida, remolcándolos posteriormente hasta el Vapor Susu, donde fueron atendidos. En este grupo se encontraban el capitán y el segundo, además del único pasajero español de Cartagena, Rafael Muñoz, que curiosamente ya había naufragado dos veces (la última en Filipinas, donde el Gravina encalló en un banco de coral, salvándose veinticuatro de los ciento un tripulantes y pasajeros que conducía).
La pequeña embarcación volvió a salir en busca del resto de náufragos que se divisaban en el centro y la proa del barco, pero la barrera de rocas que se interponía impedía el rescate de los mismos. Los gritos de desesperación de los supervivientes que se encontraban encaramados en los restos del barco se unían al estruendo producido por el choque de las olas con estos restos.
Como no podía acercar más el bote a los náufragos, el valiente Rafael arrojó unos salvavidas para que se lanzaran al agua los supervivientes más próximos. Un joven oficial se lanzó sobre uno de estos salvavidas con la intención de acércarlos al resto, pero en este momento se desprendieron el palo mayor y la chimenea del vapor cayendo sobre este oficial y arrastrando en su caída a todos los que estaban asidos al mismo, desapareciendo todos bajo las impresionantes olas. A escasa distancia se podía observar entre la espuma a tres mujeres con los brazos en alto que iban siendo tragadas junto con el resto de la chimenea del barco ante la impotencia de Rafael.
Del centenar de personas que viajaban en el Flachat solo pudieron salvarse trece tripulantes, entre ellos el capitán Leroy, el segundo piloto y un pasajero español, natural de Cartagena, que había embarcado en Barcelona, y sucumbieron, tragados por el mar, los demás oficiales y tripulantes hasta el número de treinta y seis y, del pasaje, cincuenta de cincuenta y un pasajeros, siendo en total el número de ahogados de ochenta y seis personas.