El extraño navío negro, por Carlos Cólogan.
Hace unos diez años visitaba a un tío mío de La Orotava de quien sabía de su buen gusto coleccionando pinturas. Tras ver varias de éstas reparé no en sus pinturas sino en un grabado expuesto en una pared.
Era de un francés estirado y uniformado junto a unas jóvenes canarias y detrás del conjunto estaba el Teide. Me pareció elegante y le pedí si podía descolgarlo para verlo con más detalle.
Ciertamente era original y tras quitar los clavitos accedimos al tarjetón que había dentro o mejor or dicho un «carte de visite» que es algo así como una tarjeta de visita con foto o más antiguamente con grabado como en este caso.
Al pie del mismo vi que el susodicho era el príncipe de Joinville, para más señas el hijo del rey de Francia que estaba de paso por Tenerife allá por 1840.
Intrigado, me documenté en el personaje y descubrí días más tarde que hacía por aquí y eso esto me fascinó.
El altivo muchacho se había bajado de su barco el Belle Poulle en el puerto de Santa Cruz y deseaba subir al teide de excursión. Como el cónsul francés estaba fuera le encomendó al alcalde del Puerto de La Cruz, mi bisabuelo que le echara un capote con «la real visita» pues además era la primera vez que un miembro de la realeza europea ponía un pie en las Islas.
Que el joven príncipe fue bien atendido no me cabe duda porque las cartas con él lo atestiguan, pero lo que me llamó poderosamente la atención es que su navío, una hermosa fragata, iba pintada de un riguroso color negro que no dejó indiferente a nadie en la capital.
Pocos sabían el motivo de semejante rareza marinera y las especulaciones se desataron en la isla. Cuando el barco dejó la isla muy pocos supieron quienes eran aquellos hombres y de lo que iba esta extraña visita y más de uno pensaría que iban muertos dentro del barco o vete tú a saber.
Lo cierto es que el príncipe de Joinville pudo culminar la visita a la isla, al Valle de La Orotava y al Teide para proseguir a su destino final en la isla de Santa Elena, al sur del Atlántico.
Tenía una misión y no era otra que devolver los restos mortales de Napoleón a Francia. La isla, propiedad inglesa, fue la prisión del emperador y su tumba y el rey de Francia, Luis Felipe I, no estaba dispuesto a que el emperador que más gloria dio a Francia reposara en territorio inglés. Desde luego que cualquiera querría saber que comentó este príncipe a sus anfitriones sobre el motivo del viaje y sus impresiones pero eso no va a ser posible o tal vez si…
Como solía suceder en aquellos años Tenerife, nuestra isla, fue una vez más testigo de otra gran historia.
Carlos Carlos Cólogan