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Principe y sardinas

por Fátima Hernández

Alberto de Mónaco solo tenía ojos para los océanos.
Alberto de Mónaco solo tenía ojos para los océanos.

Aunque el hombre ha sido siempre buen navegante, antes del siglo XIX no se había detenido a conocer los misterios que encerraban las aguas oceánicas. Y si bien es cierto que había información que proporcionaban pescadores, balleneros, marinos, exploradores, incluso piratas… esta se limitaba a las aguas superficiales.

Ya fenicios, griegos, púnicos, romanos, genoveses, catalanes o venecianos y más recientemente en los siglos XV y XVI, Castilla y Portugal, aunque excelentes marinos, no habían indagado qué escondía el azul de las aguas. Es a mediados del XIX cuando se empezó a preparar una investigación profunda sobre los océanos y sus misteriosos habitantes. En esa etapa, tres personajes marcan el inicio de esta aventura: el capitán James Cook (a bordo del Endeavour, 1768), Charles Darwin que viajó en el Beagle (1831), y el profesor C. W. Thompson con la expedición del Challenger (1872- 1876).

El buque HMS Challenger salió de Portsmouth (Inglaterra) el 21 de diciembre de 1872, para un viaje que lo llevó a dar la vuelta al mundo, atravesando ocho veces el Ecuador, alcanzar los hielos antárticos, a lo largo de 68.000 millas náuticas, unos mil días en el mar, bajo el mando del mentado profesor W. Thompson.

El viaje del Challenger fue una expedición pionera de enorme importancia. Organizada por la Royal Society, contó con la colaboración de la Universidad de Edimburgo. Los científicos a bordo del Challenger determinaron la profundidad oceánica media, el flujo de agua del mar Mediterráneo al Atlántico, estudiaron las cordilleras submarinas y comprobaron que las temperaturas superficiales de los océanos sufrían oscilaciones. Asimismo, confirmaron la existencia de vida en las profundidades abisales, registrando seres ignotos para la ciencia.

Pero no podemos continuar sin mencionar a una figura puntera en la investigación marina, el príncipe Alberto de Mónaco (1848-1922), un hombre de biografía apasionante, al que yo denomino con cariño príncipe de las mareas. Alberto estuvo desde siempre muy vinculado con España. Estudió en la Escuela Naval de Cádiz (desde los 18 años), y allí llegó al grado de contraalmirante. Se casó en primeras nupcias (por intervención de la emperatriz Eugenia de Montijo, en el Castillo de Marchais) con una aristócrata, María Victoria Douglas Hamilton (hija del duque de Hamilton), que, al poco tiempo y con su hijo y heredero Luis, huyó del palacio ante la indiferencia que su esposo le mostraba reiteradamente. Sí, porque Alberto de Mónaco solo tenía ojos y tiempo para los océanos.

Anulado este matrimonio, se casó con Alicia, duquesa viuda de Richelieu y cuyo nombre llevan dos de los buques más conocidos de la historia de la oceanografía (Princesse Alice I y Princesse Alice II). Este príncipe, que participó en numerosas campañas, se hacía acompañar por dibujantes que bocetaban con detalle las capturas. En la que hizo a Galicia en 1886 para estudiar la pesca de la sardina, le acompañó Jeanne Roux (probablemente la primera mujer que participó en una campaña) y también su ayudante Jules Richard.

Esa campaña de otrora fue objeto el año 2010 de una exposición Historia do príncipe e a sardiña que mostró imágenes inéditas tomadas por el propio príncipe durante su estancia en Galicia. Pero con sus largas ausencias de muchos meses en el mar, Alberto tenía abandonados los asuntos de Estado y sus súbditos estaban muy descontentos con su gestión. De ahí que en 1909 llevaron a cabo un manifiesto para solicitar su atención hacia los temas de política del Principado, del que hizo caso omiso y que originó la Constitución de enero de 1911.

El príncipe Alberto de Mónaco, que había fundado el Museo Oceanográfico de Mónaco (1910) y el Instituto Oceanográfico de París (1911), escribió informes, describió especies, organizó campañas y lideró proyectos, siendo para los biólogos marinos casi un “maestro fundador”. En el año 1912, instó a la creación del Instituto Español de Oceanografía, hecho que finalmente aconteció en 1914. Desde entonces los investigadores no hemos cesado en nuestro empeño de descubrir, nombrar, interpretar y difundir toda la biota marina, los misterios de las aguas, donde moran de forma encriptada algunos enigmas que bien pudieran ayudar al hombre.

Algunos de esos hombres, de antaño, amaron tan apasionadamente el mar que nos transmitieron a nosotros ese gusto por la brisa marina, la maresía, el susurro de olas, el ímpetu de corrientes, los días de galerna, las tardes aplaceradas oliendo a algas (musgos decimos los isleños), ver amanecer junto a charcos profundos en nuestros rincones favoritos de la costa, observar peces, lapas, estrellas, burgados… Para terminar, tomo prestada una frase del príncipe-científico que en cierta ocasión comentó… Algún día la oceanografía será tan conocida como hoy en día es la geografía (era el siglo XIX), y me zambullo, de nuevo, en las aguas…
Afortunadamente, esa nueva etapa hace tiempo que llegó.

*Conservadora de Biología Marina del Museo de la Naturaleza y el Hombre

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