La cueva del Diablo (1937)

Van relegándose al olvido más lamentable nuestras tradiciones y leyendas, y es una verdadera lástima que se pierdan, por lo que algunas tienen de bellas y poéticas.

En ellas palpita el alma popular. Ellas son la reminiscencia más perfecta del almaingénua y noble de la raza, el reflejo más acabado del carácter y la sencillez de sus costumbres, que envuelto en el mágico perfume de los tiempos idos, hacia nosotros vienen como mariposas, a posarse, cansinas, sobre los rotos tallos de nuestros ensueños en horas de dulce paz espiritual.

Sirven también nuestras tradiciones y leyendas — como los cantares y endechas populares — para medir la grandeza de espíritu y virtud de nuestros antepasados.

Por ello, lo que a resucitar las tienda, debe verse con alborozo y pagarse con cariño por los que en Canarias hemos nacido, por los que en esta tierra de flores y bellas mujeres nos complacemos en aspirar el perfume de las unas y en embriagarnos en el dulce mirar de los ojos morunos de las otras.

¡La Cueva del Diablo!.. Ahí es nada lo que nos recuerda esta pequeña gruta, llena de misterio, en los años venturosos de la adolescencía.

Se halla a dos pasos de la vieja ermita de San Roque, en La Laguna, desde cuya ladera se domina la ciudad, blanca como un sueño de amor y poética como una trova galante de cantor medieval.

¡Hace ya tantos años que no la visito y, sin embargo, al evocarla, me parece que fue ayer cuando a «La Cueva del Diablo» acudia las tardes domingueras, en son de campaña, con un ejército de pequeños amigos!

En ella penetrábamos siempre con respeto y con una cruz en la mano que hacíamos con cañas y que luego dejábamos junto con las innumerables que en la gruta se encontraban.

Sin este requisito ¡pobre del que sé atreviera a entrar en ella! Seguro que por la noche había de presentársele Satanás.

Era el atardecer de una fría tarde invernal. Con varios amigos departíamos en la Cueva del Diablo cuando llegó hasta nosotros un viejo pastor. Todos nos sentimos invadidos del mismo terror y tuvimos idéntico pensamíenlo: Creímos que era el diablo el que llegaba hasta nosotros. Tratamos de huir, pero nos íaltaron fuerzas y quedamos como petrificados.

Conoció el anciano que le teníamos miedo y nos tranquilizó.

Seguidamente nos contó la historia de la Cueva del Diablo.

—Aquí no ha estao nunca el diablo ni demontres que lo criyara — empezó diciéndonos — el que estuvo en ésta cueva fué un grandísimo sinvergüenza, que hace muchos, muchísimos años, se hizo pasar por Satanás pa que las gentes le cogieran miedo y así poder aprovecharse de toos estos campos.

…Y el caso es que lo consiguió. Las gentes, supersticiosas, lo creyeron a pies juntillas y hubo madres en La Laguna que cuando algunos de sus hijos tardaba en llegar a su casa más de lo acostumbrado, lo creía en esta cueva, en las garras del diablo.

Hubo un momento de silencio.

—Una noche — continuó el anciano — se aclaró el misterio. Una madre, a quien faltó de su casa un hijo, creyolo en las garras del diablo y se atrevió a subir a este risco pa que se lo devolviera. Sin miedo llegó hasta aquí y encontró durmiendo al que tenían por diablo. El niño no se hallaba con él. La mujer, animosa, tiróle de las barbas y le preguntó: ¿Dónde has metido a mi hijo, perro maldito? El aludido despertó entonces y al encontrarse con la mujer fué tal el miedo que 1e entró que quedó «tiezo» pa toa la vida, y de seguro que ahora se encuentra en los infiernos purgando todas sus culpas.

No obstante la historia del anciano, cuando penetrábamos en la Cueva del Diablo llevábamos siempre una cruz de cañas que ahuyentara de nosotros la grotesca figura del demonio.

Y aun, a pesar de la evolución del tiempo, son muchas las personas que no entran en la Cueva del Diablo sin antes persignarse y exclamar:
¡Cruz, perro maldito!

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