Pregón de las Fiestas Mayores de Julio, de Puerto de la Cruz 2013

Pregonero: Salvador García LLanos.
Título:  “PLIEGUES DEL COSTUMBRISMO Y DEL SENTIMIENTO PORTUENSE”:
“…El oficio de pregonar. Veintitrés años después. El solar al que tanto se quiere, con permiso de Tomás de Iriarte, justifica la gratitud del encargo. Se acomete con las mismas ganas de entonces, tratando de desbaratar el refrán de las segundas partes.

 

Y es que “la mar -como cantara Pedro García Cabrera- juega el envite en el Puerto, dejando en el aire rumbos de aventuras y de sueños, y llevándose a sus anchas malvasías de silencio”. Sigamos tan llamativa metáfora, “la mar juega al envite en el Puerto”, para plasmar, en las vísperas festeras, las impresiones, las inquietudes, los afanes, las sensibilidades, nostalgias pero también aspiraciones, aspectos evolutivos, en fin, del fértil acervo popular portuense.

Aventuras y sueños: el pregonero les propone un recorrido por el costumbrismo local, por las celebraciones y las localizaciones, por algunos hechos poco conocidos y por episodios cargados de ironía y desenfado hasta el punto de merecer ser verseados popularmente. Con una reivindicación y una reflexión añadidas. A fin de cuentas -volvemos a las metáforas de Pedro- el Puerto de la Cruz “Hilo le dio a sus cometas… Y así han quedado las huellas que otros pasos sonrieron injertando tolerancias que no han caído en el desierto”.

 

Los portuenses, como todos los pueblos, han ido forjando sus costumbres a lo largo de la historia. Usos y hábitos sociales -algunos convertidos en una suerte de rito- que caracterizan a la población, al menos durante una época. Otros sobreviven, perduran, y forjan las tradiciones que se van transmitiendo con proyección desigual. El costumbrismo portuense es una manera más de entender las peculiaridades de su conducta. Es un retrato más de su interpretación existencial, forzado a veces por las circunstancias de una época o por las modas de otra.

 

Recordemos -hasta donde alcanza la memoria- algunas de esas costumbres (varias de las cuales ya alumbramos en ediciones digitales) que constituyen parte de la antropología portuense, de ese conjunto de hechos, actividades o bienes morales y socioculturales que han ido caracterizando nuestra personalidad, la idiosincrasia de un pueblo “de emociones hondas”, surgido “de entre las bravas espumas”, como lo percibiera el misionero Optaciano de la Vega para ganar, por cierto, unos juegos florales.

 

Un pueblo que tuvo casi como norma (no escrita, vale) dar vueltas a la plaza, sobre todo, los domingos por la tarde o cualquier día por la noche. Lo hacían personas de todas las edades y de toda condición social. Cuando los médicos aún no recomendaban caminar o pasear, como medida salutífera, ya los portuenses hacían kilómetros. Y en esa médula espinal de la plaza del Charco disfrutaban con un ejercicio que se contagió a turistas y gentes de otras localidades.

 

Casi en la plaza misma, iban a ver los cuadros del cine, los fotogramas y carteles de gran tamaño que colgaban en las fachadas de los dos cines próximos, teatro Topham y cinema Olympia. Salas de las que salían al descanso provisto de una contraseña que distribuían los porteros que también hacían de acomodadores para tomar algo en los bares cercanos, fumar un cigarrillo o, simplemente, comentar el curso de la película.

 

Y es que la gran pantalla siempre atrajo el interés de los portuenses que presumían, a su manera, de entender la materia cinematográfica, durante muchos años casi el único vehículo de comunicación o expresión artística al que podían acceder. Había quien iba todos los días o a los estrenos que se programaban para los lunes y los jueves. Al principio, en horarios de siete de la tarde y diez de la noche. Después, cuando cerró el Olympia, las funciones eran a las seis, ocho y diez. La sesión de los domingos a las cuatro de la tarde, para el público infantil, se mantuvo durante décadas.

 

Una costumbre que aún perdura, bien es verdad que venida a menos, es la de acudir a la procesión del Encuentro, en la Villa, en la alborada del Viernes Santo, después de haber asistido a la del Cristo Crucificado que, en imponente silencio, tan sólo alterado por el instrumental de la banda que acompaña, recorre las calles de la ciudad. Una vez que la imagen hace su entrada en el templo, grupos de personas toman sus coches o las primeras guaguas del día para llegar a La Orotava. El suplemento de esta costumbre era bajar al Puerto caminando y robar nísperos u otros frutos en las fincas y huertas del trayecto.

 

También subsiste ver las cruces, en la noche del 2 de mayo o al día siguiente, fecha en que se conmemora la fundación de la localidad. Los portuenses engalanan las cruces, de capilla o de calle, y es tradición recorrerlas, a ver cuál está más bonita y a saludar a sus cuidadores y propietarios.

 

La banda municipal de música ofrecía conciertos todos los jueves por la noche, incluso en invierno, en el kiosco del antiguo bar Dinámico. Era curiosa la estampa: mientras los extranjeros seguían atentamente la actuación, muchos nativos continuaban sus conversaciones en voz alta sin que las interpretaciones llamaran su atención.

 

Una banda, por cierto, que, situada la última en cualquier trayecto procesional, siempre tenía un numeroso grupo de personas que la seguía. Cuentan que había truco: era para abandonar la procesión en cualquier momento o en cualquier esquina sin que se notara.

 

En el citado Dinámico, las conversaciones eran un termómetro de lo portuense: todas las noticias, todos los comentarios -incluso políticos, cuando hablar de política era una temeridad o casi un imposible-, todos los chascarrillos, todas las maledicencias, todas las mentiras, todas las bromas y todos los lamentos se sucedían en un inigualable torrente verbal. A media mañana, parte de los habituales ya acaparaba posiciones. En la sobremesa, otro grupo tomaba el relevo. A última hora de la tarde, se reencontraban muchos de la mañana. Y ya por la noche, no importaba que hiciera frío o lloviera, otra generación, más joven y más heterogénea, alargaba aquel abigarrado caudal de conversaciones.

 

Los hombres volvían del fútbol, desde El Peñón, trajeados, en una curiosa y uniforme alineación que se formaba espontáneamente en el exterior del campo y recorría la calle San Felipe -por Mequinez discurrían quienes vivían en ella o en Lomo- para disolverse al llegar a la plaza del Charco.

 

La costumbre, los días que Puerto Cruz jugaba en casa, era que salían al descanso a tomar un vaso de vino o una cerveza fría en casa Mamerto que estaba muy próxima al campo de fútbol.

 

Y en las temporadas en que el equipo blanco desplegó su hegemonía en el fútbol regional era frecuente acompañarle en sus desplazamientos. Unos, en guagua; y otros, en taxi, cuyo importe compartían solidariamente los aficionados. Quienes contaban con vehículo propio, lo ponían a disposición, previo pago a escote de una cantidad para el combustible. Punto de salida: la plaza del Charco, en las inmediaciones del bar Capitán -donde algunas temporadas vendían las localidades para los encuentros caseros y así aliviar las colas-; y también en El Peñón.

 

En la plaza, por cierto, se hizo corriente la estampa de escuchar partidos de competiciones europeas a través del transistor. Los interesados se concentraban en torno a quien lo llevaba. Unos cuantos años antes, las transmisiones eran seguidas en el cinema Olympia o en el Dinámico, donde instalaban equipos de megafonía. Ya en los setenta, podía verse en la vieja cazuela portuense a varias personas que, provistas del aparato de radio, veían el partido y a la vez seguían el curso de la jornada. Se puso de moda corear algunos goles de los equipos considerados grandes, en alguna ocasión para llamar la atención y desconcentrar a quienes jugaban. Los domingos, al caer la tarde, decenas de aficionados se acercaban a este Dinámico o al Capitán para comprobar los resultados de la jornada y verificar los signos de la quiniela. Los portuenses siempre apostaron: durante muchos años depositaron sus boletos casi siempre el último día, el viernes a las ocho de la tarde o las diez de la noche.

 

Y se sintieron atraídos por la información: los lunes, muy temprano, formaban cola ante el estanco Curbelo para adquirir la Hoja del Lunes; y poco después del mediodía, se hacinaban en el exterior de la librería de Fernando Luis para hacerse con un ejemplar de Aire Libre, el semanario que traía resultados, clasificaciones y crónicas, entre ellas, las primeras de Juan Cruz Ruiz. Cuando desapareció Aire Libre -cuya colección íntegra, por cierto, ha sido digitalizada por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria- los lectores de prensa especializada prosiguieron sus hábitos los martes y sábados, cuando se publicaba Jornada Deportiva.

 

En el costumbrismo del deporte habría que consignar que los domingos por la mañana había baloncesto en aquella cancha de tierra de la plaza del Charco que los jugadores marcaban con cal o tapaban con arena los charcos que se formaban los días de lluvia. Esa cancha fue durante años el único espacio libre o abierto que los niños y jóvenes portuenses tenían para su asueto y para emular a los ídolos de entonces. La gente se agolpaba en los límites rectangulares para seguir con fruición los partidos que se jugaban entre las dos y las cuatro de la tarde. Partidos que tenían su temporada, crean, pues cuando llegaban las navidades o las fiestas de julio, la ansiada cancha era ocupada por pistas de coches eléctricos -los “cochitos de esmoche”, les llamaban-, norias o tómbolas, y obviamente, no se podía jugar. Entonces, cualquier calle o algún solar fruto del desarrollismo eran válidos.

 

Mencionado ese horario, hay que decir que el que regía la apertura al público de los comercios también influía en los usos sociales. De 1 a 3 de la tarde descansaban determinados ramos: se aprovechaba para almorzar. Otros abrían por la tarde de 4 a 7.30 y 8, cuando ya el turismo lo invadía todo y había que aprovechar. A la salida, paseo, cena, cine, enamorar o, sencillamente, “a recogerse”. En la sobremesa del almuerzo, por cierto, los hombres tomaban café, fumaban y conversaban animadamente en el bar Dinámico. Allí bautizaron las célebres “cámara alta y cámara baja”, al mejor modo democrático y aún en pleno franquismo. Antes de cenar e ir a escuchar “el parte”, a las nueve, se aguardaba que llegaran las remesas del diario vespertino La Tarde, que siempre tuvo en el Puerto numerosos seguidores, cuentan que por la calidad de los artículos de opinión que publicaba.

 

Enamorar. Formas diversas: los novios lo hacían dos días de la semana (lunes y jueves), además del domingo. Ir al cine, dar vueltas o sentarse en un banco de la plaza, un paseo hasta Martiánez, tomar un refresco o un helado. Ellos y ellas, por lo general, perfumados y bien vestidos. También intercomunicaban desde las ventanas y los postigos de las casas. Se encontraban en un punto relativamente distante, hasta que se entraba en confianza y el novio esperaba a su amada en el exterior de la casa. Los que habrían de enamorar en otras localidades, se desplazaban en guagua o en vespa, antes de que se pusiera el sol, claro, para luego regresar a una hora prudente. Ir de la mano o del brazo: modestia y recato siempre, por la calle o la plaza, cuando la relación ya estaba más o menos consolidada, hasta que se eliminaron tabúes y corsés, las rigideces, en fin, de un costumbrismo amoroso también influido, sin duda, por el régimen franquista y por los prejuicios infundidos por la Iglesia.

 

Había temporadas para juegos y distracciones. Duraban lo que quisieran los chicos y chicas. Los primeros, por ejemplo, disfrutaban del tiempo del boliche, algunos de ellos hechos de barro, otros traídos de Venezuela, donde se llamaban metras, aquí vidriolas y que se guardaban en los bolsillos. Hacían hoyos en la zona interior de la plaza del Charco por donde los viandantes se cuidaban de no pasar so pena de tropezar y caer. El juego, naturalmente, era meter el mayor número de unidades y arrebatárselas al adversario. Una de las variables más conocidas era la piche y palmo, cuatro, consistente en abonar cuatro boliches o vidriolas si, además de chocarlas, podían alcanzar o tocar ambas con los dedos de una mano extendidos.

 

También jugaban los chicos al trompo. Lo compraban en los carritos. Lo primero que hacían era pintar o rasgar una cruz en el cabezal, en la creencia de que ya estaba apto para afrontar cualquier competencia sin que su ovoide estructura de madera sufriera daños o se descompusiera. Se ataba una cuerda para bailar el trompo y se lanzaba al suelo con un movimiento de muñeca y cierta fuerza para que girara como una peonza. Luego, suavemente lo subían a la palma de la mano. Más allá de las habilidades y de la diversión, había una opción: tratar de impactar con su suerte de clavo acerado o púa en otro trompo. Si eso sucedía y se rompía el trompo, el perdedor, además de quedarse con el suyo, debía abonar el importe de un helado o una golosina.

 

Y alrededor de los laureles de indias y de las palmeras de la plaza jugaban a policías y ladrones. Aunque mucho más llamativa era la práctica de montalachica, teóricamente una prueba de resistencia: mientras uno, apoyado en el árbol o en la pared, soportaba sobre su abdomen el peso de cuatro o cinco, y a veces más, que se agachaban y colocaban su cabeza sobre los glúteos del que estaba delante en tanto otros saltaban sobre las espaldas. Debían caber todos sin caerse. “¿Arriba o abajo?”, se preguntaba periódicamente como prueba de la resistencia. Al cabo de un tiempo que se controlaba sin mucho rigor, si los que estaban subidos caían, a la siguiente mano tendrían que asumir el papel de agachados.

 

Similar era el juego denominado sintoquelis, diez pruebas que habrían de afrontar uno ligeramente inclinado y los demás tratando de sortearlas entre saltos, toques y empleo de las extremidades.

 

“¡A jugar a virgo!”, se escuchaba el grito de alguien que, por sorteo, se quedaba con los ojos tapados a la espera de que los demás se ocultasen. El juego consistía en descubrirles y traerles al punto base. Por eso también era denominado “la escondidilla”.

 

Inolvidables son, asimismo, los carritos o camiones de verga, verdaderas joyas artesanales, manufacturadas, que, con elementos rudimentarios, semejaban formas, en distintos tamaños, de vehículos de motor. Algunos, con componentes y complementos, estaban muy logrados. Conducirlos por calles y plazas era siempre objeto de atención.

 

Las chicas jugaban al tejo, con distintos niveles de dificultad, aunque el más común era el de lanzar una hoja, una flor o un elemento vegetal sobre una pista de diez pasos que era dibujada previamente sobre el suelo. Se trataba de completar el trayecto, ida y vuelta, saltando a veces sobre un solo pie.

 

También saltaban a la soga, en solitario o sobre la que sostenían otras dos en sus extremos. Podían pasar horas practicando, posiblemente ignorando los beneficios físicos que comportaba.

 

Ellas, igualmente, disfrutaban de temporadas como, por ejemplo, la del pañuelo. Otra fue la del brilé, o balón-tiro, practicado corrientemente en la calle o en el exterior de los colegios, hasta que se avergonzaban y dejaban de hacerlo. Dos equipos con un número de jugadores variable. El juego consistía en lanzar una pelota cuando las había, de tenis- sobre el cuerpo de alguna rival. Si era alcanzada, quedaba eliminada. Y así, hasta que hubiera una vencedora o se aceptaba el empate una a una.

 

Si los chicos tuvieron boliches y trompo, ellas disfrutaron con el diábolo, un juguete de circo, para malabaristas, una especie de carrete elaborada con dos semiesferas huecas unidas por su parte convexa por medio de un eje metálico. Con una cuerda atada a dos palillos, había que bailarlo y lanzarlo al aire para volver a recogerlo. Cuando se fallaba, naturalmente, se perdía. Aunque las disputas surgían cuando la competición se establecía para determinar quién lo aventaba más alto.

 

Por terminar este fragmento de juegos, bueno será evocar la madrugada o las primeras horas del 6 de enero, festividad de la Epifanía. La ilusión y la ansiedad se desbordaban, después de colocar los zapatos en ventanas y balcones. La costumbre era ir muy temprano a la casa de los abuelos o de los tíos “a recoger los Reyes”. A veces solos, según las edades o la proximidad; y otras, acompañados por algún familiar, todos iban en busca de los juguetes o regalos que a menudo lucían de inmediato en la plaza. Los mayores, durante muchos años, especialmente en la posguerra, se conformaban con una naranja, una bolsita de higos, unos calzoncillos o un par de calcetines. Después, vendría la época de los perfumes, los anillos, los libros y otros presentes.

 

Si dar vueltas a la plaza del Charco, especialmente los domingos y festivos, se convirtió en una suerte de ritual para gente de todas las edades pues servía para saludar, enamorar, distraerse, conversar y hasta hacer ejercicio cuando no se era consciente de las propiedades terapéuticas, pasear por la avenida de Colón, recorrer Martiánez los días radiantes, los domingos después de misa, por ejemplo, fue también una costumbre que se extendió en plena eclosión turística.

 

Madres con sus hijos, abuelos con sus nietos, jóvenes en busca de extranjeras y personas que, simplemente, querían pasear junto al mar, recorrían aquella flamante avenida cuando el complejo turístico “Costa Martiánez” aún no estaba en las meninges de Manrique. Fotos junto a aquella valla metálica, el Atlántico de fondo, conversaciones en alguno de los bancos de piedra que llevaban las inscripciones de quienes los habían donado, un cigarrillo bajo la plácida sombra de los flamboyanes, la contemplación de las olas y de algún atrevido bikini, la curiosidad al paso de los camellos de Lázaro y la mirada a los balcones de los hoteles localizados prácticamente a pie de playa, desde la ermita de San Telmo hasta el hotel Oro Negro, ida y vuelta, en ocasiones dos veces, porque aún es temprano o porque interesaba ver nuevamente a alguien, todo eso, forma parte del costumbrismo de los portuenses.

 

Hacían casetas en Martiánez, la playa que nadie cantara como Sebastián Padrón Acosta. Hay fotos que son muy ilustrativas de este hábito. Unos palos, unos paraguas, unas sábanas: familias enteras a la sombra de aquellas casetas donde comían y dormían, donde se cambiaban de ropa, donde sentados vigilaban a niños y contemplaban el paso de turistas que sonreían ante la generosidad de los ocupantes que disfrutaban de una jornada de playa que, principalmente en verano, desde San Juan en junio, ya se convertía en un hábito corriente.

 

A mediados de los años sesenta del pasado siglo, se hizo uso acercarse hasta los escaparates de un comercio local, el de Francisco Gómez Baeza, donde exhibían los resultados de un programa radiofónico que se emitía en La Voz del Valle titulado “Las 3 Columnas”, un espacio benéfico de notable participación -sin los reclamos o facilidades de hoy en día- en el que se donaban pequeñas cantidades de pesetas destinadas a financiar la Navidad de los humildes. Semanalmente, aparecían los resultados de la recaudación al pie de las columnas que crecían representando las aportaciones de los donantes para cada una de las localidades del valle.

 

Ir a echarse unas perras de vino fue, desde luego, uno de los usos sociales más consolidados. Había quien lo practicaba todos los días en alguno de los bochinches repartidos en el municipio y que tenían, como rasgo común, su resistencia a dejar su espacio al imparable avance del turismo en todos los órdenes. Acudir a un sepelio, por ejemplo, cuando no había tanatorios y se esperaba en los domicilios de los fallecidos o en la iglesia, era un pretexto fijo para luego disfrutar de una cuarta o medio litro con queso, manises, burgados o pulpos.

 

Jóvenes portuenses de diferentes generaciones tuvieron en el baile una diversión común. Las verbenas populares, principalmente en ocasión de las fiestas, fueron una cita recurrente, pese a las restricciones impuestas por el propio régimen político y por la Iglesia, que consideraba el baile algo pecaminoso.

 

Era curiosa la estampa: muchas madres acompañaban a sus hijas y se sentaban a su lado. Los hombres recorrían la pista acotada por sillas o butacas e invitaban a bailar y casi había que pedir permiso a la madre que se quedaba vigilante, en caso de que la descendiente accediera.

 

Había expertos, verdaderos bailarines que también causaban las delicias cuando acudían a un barrio alejado u otra localidad -muchas veces ¡caminando!- y podía escucharse, mientras la orquesta tran-tran seguía con su repertorio plagado de pasodobles: “Ese es del Puerto, seguro. Y aquellos que están allí, también”.

 

Fueron célebres los bailes populares del cinema Olympia que, en carnavales, a causa de la multitud que poblaba la sala y del calor humano que despertaban, eran llamados los “bailes o baños turcos”. Por contra, un baile distinguido, el de Blanco y Negro, era el que acogía el teatro Topham, cita anual en las Fiestas de Julio: las mujeres de blanco y los hombres con traje oscuro. Las parejas disfrutaban con los boleros que empezaban a predominar. La convocatoria desapareció con el teatro. Años después, intentaron reeditarla. Sin éxito. Las costumbres habían cambiado notablemente.

 

Aparecieron los bailes de magos y la tendencia bailonga de los portuenses recobró vida después de desfilar por todas las discotecas y salas de fiesta que en la ciudad han sido. El bum turístico y la vida nocturna marcaron los hábitos de diversión a partir de la segunda mitad de los años sesenta. Había que bailar al aire libre: los costados sur y norte de la plaza del Charco, el parque San Francisco -nunca cerrado del todo-, El Penitente y la zona del Lido San Telmo fueron las pistas. Hasta la más reciente de la plaza de Europa. Hubo dos debates con los bailes de magos: si había que ir con atuendo total, como si fuera la romería de La Orotava (curioso: los primeros que se vestían para ir al de la Villa o al de Los Realejos eran los mismos que se oponían cuando tocaba el del Puerto); y si había que pagar, pese al anunciado carácter benéfico. Algún año, solución fue hacer una convocatoria paralela libre y gratuita. No fue la mejor, desde luego.

 

En este marco bullanguero de diversión local, no olvidemos los guateques, reuniones dominicales vespertinas para adolescentes, bachilleres y los primeros universitarios que se celebraban desde que llegaba el buen tiempo. En ellos triunfó el cap, un cóctel o producto refrescante espumoso preparado por los mismos organizadores mezclando bebidas alcohólicas suaves con zumos y fruta troceada. Lo consumían jóvenes de ambos sexos. Algunos atrevidos, cuando se corrió la voz, lograron introducir en varias ocasiones pastillas de clorhidrato de yoimbina, de propiedades afrodisíacas cuyos efectos se dejaron notar, claro que sí.

 

Era costumbre estrenar ropa el Día de la fundación de la ciudad (popularmente, Día de la Cruz, 3 de mayo) y en las Fiestas de Julio. Algunas chicas privilegiadas lucían hasta tres trajes. Y otras, dos. En la tercera jornada festiva, se ponían el de la primera. Y venga, a dar vueltas a la plaza, grupos de cuatro o cinco amigas. Los chicos, claro, en sentido contrario para saludarse, decir adiós o guiñar un ojo. Algún varón se sumaba y se colocaba en un extremo al lado de quien le gustaba. Al día siguiente, lo sabía todo el pueblo. ¡Ah! Y con un duro (cinco pesetas de entonces) tenía que dar para un helado, las golosinas… y ahorrar, que para eso había huchas personales en casa.

 

El 29 de noviembre, víspera de San Andrés, era el día de correr el carro o el cacharro. Niños y no tan niños recorrían los barrancos, la marea, solares y descampados haciendo acopios de latas, cacharros y todo tipo de deshechos metálicos que luego, desde primeras horas de la tarde, atados o sin atar, arrastraban por vías y calles portuenses hasta concentrarse en la plaza del Charco, la madre de todos los cacharros por una noche. Durante el franquismo, la celebración estuvo proscrita y los jóvenes de ambos sexos correrían delante de los guardias municipales o se iban por otra calle cuando, a veces porra en mano, les intimidaban.

 

Era un espectáculo sin igual del que se contagiaban muchos extranjeros. Era posible ver a alguien empujando un somier inservible y un aprendiz de galán arrastrando una simple chapa de cerveza atada a un cable. La gente se colocaba en los bordes perimetrales de la plaza, en las esquinas más próximas a la parada de taxis, por donde rozaban y echaban chispas los restos metálicos. En cierta ocasión, un joven futbolista local se cortó un tendón. Y en otra, pasada la medianoche, hicieron, junto al laurel central, una auténtica montaña de cacharros que llegó a elevarse unos cuantos metros.

 

Años después, ya en la democracia, desaparecida la prohibición y con las vías peatonales, la celebración perdió pujanza. Cobró un carácter más serio pero no menos lúdico. Se profundizó, mediante exposiciones y talleres prácticos, en sus orígenes y en sus valores etnográficos, en tanto que despachaban vino nuevo, castañas y gofio amasado para animar el jolgorio. Un “cacharródromo” surgió en los alrededores del muelle y de la plaza.

 

Cuando no había tanatorios o cuartos mortuorios, la costumbre era velar a los fallecidos en sus propias casas, hecho que, con el tiempo, se tornaría cada vez más difícil dada la accesibilidad y las nuevas tipologías constructivas. La gente se concentraba en los exteriores o alrededores de la vivienda para seguir luego al cementerio. “No hay boda sin llanto ni duelo sin risa”, frase que se cumplía casi al pie de la letra pues las horas eran largas y se entremezclaban las muestras de dolor con los recuerdos, las bromas y los chistes. Los vecinos prestaban sillas o hacían infusiones para los deudos. Según la distancia, hasta el camposanto cargaban a hombros el féretro hasta la iglesia. Luego se hizo común el desplazamiento en el coche fúnebre, cargado de coronas de flores. Los hombres acudían bien trajeados al sepelio; las mujeres, casi siempre de negro.

 

Hasta que en alguna parroquia y en sedes de asociaciones vecinales habilitaron estancias mortuorias para dar el último adiós al fallecido y tanto los familiares como los amigos, vecinos y allegados pudieron moverse con mayor soltura, tanto para acompañar como para acudir en cualquier momento. Eso hizo que la norma no escrita de acudir al acto mismo del entierro se flexibilizara. La gente iba, saludaba, daba el pésame, estaba el tiempo que podía o quería y se justificaba si no podía estar en el ceremonial.

 

Los portuenses, por cierto, han sido muy dados a anticipar el fallecimiento de personas y con frecuencia nos hemos equivocado. Nadie sabía quién ni cómo pero se ponía en circulación la noticia de la muerte de algún vecino o paisano que podía estar enfermo o internado y, sin ser cierta, se extendía rápidamente. Luego, al no confirmarse, todo eran excusas y justificaciones.

 

Ir a los gallos fue otra costumbre. Espectáculo para los hombres. Domingos y festivos al mediodía. Cruce de apuestas. Griterío. Norte y La Espuela. En el teatro Topham. En el parque San Francisco. Puede que en algún otro escenario.

 

Como también lo fue jugar en loterías domésticas, precursoras de los bingos. Es curioso que, con tales antecedentes, ahora mismo no haya una sola sala en la ciudad. Entonces estaban los locales de la Cruz Roja o la plazoleta Pérez Galdós. Y hasta en las playas podía verse a grupos de mujeres y jóvenes de ambos sexos cantando líneas, cuajándose y gritando de alborozo cuando completaban el cartón.

 

La otra lotería, el sorteo de la nacional, iba en aquel maletín de madera de don Domingo ‘el Lotero’ que, siempre encorbatado, recorría a pie la ciudad vendiendo billetes y comprobando los resultados. Una sola persona y sin los recursos técnicos de hoy en día para atender a casi todo un pueblo en sus coqueteos con la fortuna.

 

En las vísperas de San Juan, allá por junio, hacían capillas o arcos en las casas, con fotos o pequeñas imágenes del santo, con fruta temprana y algún otro símbolo natural para dar la bienvenida al buen tiempo, para renovar el espíritu y para, en definitiva, mantener la tradición. Las chicas dejaban papelillos escritos ligeramente empapados con el nombre de sus pretendientes o de sus amores soñados. Si no se borraba la tinta, era la creencia, había más posibilidades de que fuera el hombre de su vida. El baño de las cabras en el muelle o la primera jornada de playa, con caseta y todo, eran el complemento del encendido de las hogueras en fincas, descampados y barrancos.

 

En Carnaval y en Semana Santa las mujeres del Puerto de la Cruz hacían torrijas, una variante de las célebres tostadas francesas. Para cumplir con las normas eclesiásticas y extender las costumbres, en Viernes Santo no se comía carne, sustituida por cualquier tipo de guiso o pescado, generalmente tollos. Durante muchos años, no había cine desde el Jueves Santo hasta el domingo de Pascua. Y también cerraban las salas de fiesta mientras la música sacra podía escucharse por muchos rincones de la ciudad.

 

En algunas casas, y no necesariamente en estas fechas señaladas, también se hacía tachones o caramelos de cuadritos, a base de azúcar tostada, que eran las delicias de los más pequeños. Cuando no había máquinas expendedoras ni se conocían las palomitas de maíz, en muchos hogares portuenses ya se freía millo y se consumían cotufas.

 

Y como las que hemos ido describiendo, seguro que otros muchos hábitos, algunos convertidos en tradición. Cosas de ayer, cosas de aquí, cosas nuestras que contribuyeron a configurar un modo de ser, una personalidad. La idiosincrasia, al fin. Cosas que, como apuntara el poeta catalán Joan Baptista Humet, “a veces te atan sin razón, tu corazón, y algunos no comprenderán”.

 

La mar persevera en su envite. Se detiene en algunas localizaciones. ¡Cómo no!, en la plaza del Charco. Hemos dado vueltas y hemos evocado el polivalente escenario del costado sur. Hemos hablado de la ñamera y del antiguo bar Dinámico. Sería incompleta la visión nostálgica de esa médula espinal de la convivencia portuense que es la plaza, de no referirnos a lo que sucedía en el espacio interior de tierra natural, allí por donde los días de lluvia intensa no se podía transitar ni acortar camino.

 

La versatilidad de ese espacio (hoy ocupado por un parque infantil y una plataforma especie de escenario de corta altura) da idea de la importancia sociológica que a lo largo de los tiempos ha tenido este céntrico lugar para gentes de toda condición social, turistas incluidos.

 

Allí había unos columpios, atendidos por un anciano bonachón que también oficiaba de betunero y al que se le daban unas perritas por hacer unas elementales tareas de vigilancia. Los columpios eran desmontados por operarios municipales cada vez que llegaban los carnavales o las Fiestas de Julio e instalaban la pista de coches de choque (los cochitos, se decía), una noria, una caseta o alguna atracción de feria.

 

Esa parte de la plaza quedaba así inutilizada durante un tiempo, a veces meses, con evidente disgusto de los usuarios de los columpios, y sobre todo, de quienes tenían aquel espacio como la única cancha donde emular a los Suárez, Amancio y Lapetra de la época. El gigantesco laurel del centro, las palmeras y la caseta de los taxistas eran los límites naturales. Los tubos cilíndricos de los aros de baloncesto hacían de porterías. Los partidos, disputados con pequeñas pelotas de plástico que vendían en un carrito cercano, acaparaban una expectativa tal que era frecuente la concentración de decenas de personas en los alrededores. Tomás Real y Geni González destaparon ahí sus habilidades y se convirtieron en dos malabaristas.

 

Cuando estaban los cochitos, no se podía jugar. Ni a mediodía ni a la salida de clase. Entonces se iba a El Penitente -donde brillaron quienes serían precursores del fútbol-sala- o a alguna calle cercana de las entonces poco transitadas.

 

En esa cancha, que cuando estaba encharcada era reacondicionada con arena del muelle o ‘tomada’ de alguna obra próxima, se jugaba a baloncesto. Los domingos por la mañana. Primero, los integrantes del Frente de Juventudes, todo muy doméstico, muy elemental. Por allí aparecieron hasta Pepín Castilla y Juan Suárez. Después, el Ucanca, ya más en serio, un equipo que competía con la élite del basket tinerfeño de entonces: Náutico, Disa, Canarias, San Isidro, Hércules, Hernán Imperio…

 

Era curioso el ritual de cada jornada: los niños y jóvenes ayudábamos a marcar la cancha con un carrete de hilo grueso y cal sobre las cuñas incrustadas en el piso. Los deportistas se cambiaban en el patio interior de la casa próxima de Falange, donde habían un chorro, uno, para ducharse quince o veinte personas. Había quien prefería, naturalmente, un bañito en el muelle. Junto al laurel del centro, colocaban la mesa de seguimiento y donde se pedían los tiempos muertos y los cambios. Primero jugaban los juveniles y después los sénior.

 

José Antonio Marrero era allí una figura, con su peculiar estilo. Santiago Padrón, Pepe Lechado, Toribio León, Luis Toste… Tantos y tantos baloncestistas portuenses que vieron en el deporte de la canasta una alternativa al entonces todopoderoso C.D. Puerto Cruz de fútbol. Una alternativa que incluso alimentaban en verano, cuando se disputaban campeonatos de aficionados que solían no concluir por enfados radicales con los pobres árbitros o entre los jugadores mismos: Dajapo, Pichirilo, Familia…, nombres de los equipos de aquellas competiciones, disputadas incluso en horas nocturnas, con una iluminación deficiente, pero no importaba. Hasta el zaguán de la casa de los González de Chaves-Sotomayor, cruzar la adoquinada calle Blanco no más, servía para desvestirse.

 

En aquel espacio, años más tarde, se desarrolló otra convocatoria singular: XII Horas de mini-basket, promovidas por el Cima Club. Y ya con la democracia, antes de la remodelación de la plaza, allí se concentraron actividades relacionadas con la artesanía de las islas durante las Fiestas de Julio y la distribución de castañas, pescado y vino en la víspera de San Andrés.

 

En la nueva plaza del Charco, la de los años ochenta, cambiaron los usos y los hábitos. Los deportivos desaparecieron, naturalmente. La plataforma ha acogido desde desfiles de modelos a concursos caninos y actuaciones de grupos musicales, pasando por mercadillo filatélico y numismático de domingos y festivos, lecturas públicas durante veinticuatro horas que llegaron a molestar a algunos vecinos, ferias y otras actividades culturales.

 

Otros elementos y mobiliario lúdico suplementaron los columpios. A cualquier hora, de cualquier fecha, se puede ver disfrutar a los niños y a sus padres gozando de la placidez de un recinto singular.

 

Plaza del Charco, ¡cuántas impresiones, cuántas vivencias, cuánta historia!

 

Muy cerca. Era como ‘Hyde Park corner’, en Londres, en donde podías subirte a un cajón y lanzar una perorata o un mitin, en el idioma que fuese, ante un babélico auditorio en el que unos sonreían, otros aplaudían, unos cuantos ponían atención y otros seguían su camino por las vías de la capital británica. ‘Hyde Park corner’ era un peculiar lugar de encuentro y de paso en la urbe londinense, una posada de la multiculturalidad, uno de los puntos clave para tomar el pulso de la ciudad, acaso donde la libertad de expresión alcanzaba su cenit.

 

La esquina del bar El Capitán fue el particular ‘Hyde Park corner’ de los portuenses. Fue el mentidero por antonomasia, tan cerca de la plaza del Charco y del cine y del muelle. Allí había una cita diaria. Para hablar de fútbol, pero también de otras cosas que acontecían en la ciudad. Allí fue donde los chicos empezaron a congeniar con los grandes, rompiendo esquemas de cuando no se podía interferir ni participar en las conversaciones de los hombres o de los mayores.

 

En la esquina, de pie, o en las mesas que suplementaban los locales del bar, se tomaba nota de la quiniela colgada en una pizarra publicitaria gigante donde figuraban los resultados de la jornada. O se formaban corros junto a un transistor para conocer la última hora del partido televisado o los resultados del fútbol regional. Y se discutía largo y tendido después del encuentro disputado en El Peñón, cuando Puerto Cruz lucía un fútbol que parecía de otra categoría. En aquella esquina desembocaban los vehículos que con aficionados habían acompañado al equipo en el desplazamiento de ese día. Y bajo el balcón o en el zaguán o en una sala de billares próxima a la entrada se refugiaba el personal los días de lluvia.

 

Un ex árbitro llegó a decir públicamente que él se sentaba allí a escuchar las conversaciones “porque allí aprendía”. Había quien alardeaba de conocimientos balompédicos mientras otro piropeaba a cualquier extranjera que pasaba extrañada ante el vocerío. Los periódicos y las publicaciones circulaban con facilidad. Hasta que durante años se impuso la costumbre de hacer allí la sobremesa escuchando el programa deportivo de moda.

 

La esquina del bar El Capitán fue escenario de abrazos y reconciliaciones, de alegrías post-partidos y de discusiones que se zanjaban sin miramientos. El propietario se asomaba de vez en cuando y se asombraba, casi siempre contrariado pero muy respetuoso. Los camareros actuaban según las peticiones.

 

Fue el particular ‘Hyde Park corner’ de los portuenses que, como otras muchas cosas, desaparecería con el paso del tiempo. Pero aquella, en cierta medida, fue una de las primeras redes sociales. El bar cerró sus puertas. Los habituales siguieron sus respectivos caminos. Y los modos de concentración o de discusión fueron otros. Brotaron otros mentideros. El edificio fue restaurado y albergó uno de esos establecimientos de comida rápida. Pero ya nada fue igual. Ni el ambiente ni las personas.

 

Todo tiene su ciclo. Aunque a muchos portuenses siempre nos quedará la esquina de El Capitán, el mentidero por antonomasia.

 

Ahora que las guaguas siguen operando salidas y llegadas en una de las avenidas del polígono San Felipe-El Tejar, a la espera de una nueva estación, la memoria nos devuelve algunos antecedentes. Quienes hemos sido y seguimos siendo usuarios del transporte colectivo de viajeros, hemos vivido las mudanzas y todas esas situaciones que se suceden en un lugar frecuentado por gentes de todas las latitudes, acaso donde mejor se contrasta el cosmopolitismo de una ciudad como el Puerto de la Cruz.

 

No alcanza la memoria personal pero cuentan que la primera parada de guaguas en el municipio, propiamente dicha, estuvo en la calle Blanco, antes del espacio donde estacionaban los taxis que aún tienen en la plaza del Charco su parada principal. Popularmente, eran conocidas como “jardineras”.

 

Donde sí recordamos un lugar parecido a una estación es en las inmediaciones del refugio pesquero, en el exterior del establecimiento conocido por «Viuda de Yanes» y de «El Fielato». La calle era amplia y adoquinada. Allí maniobraban los conductores para orientar la salida hacia la calle Santo Domingo. En una edificación allí construida a principios de los años setenta del pasado siglo, albergaron en un pequeño local las oficinas de atención al público o de recogida de envíos. Allí se hacían las reservas o se despachaban los billetes para desplazarse a La Laguna y Santa Cruz en el denominado «exprés» o «expreso», en realidad un microbús marca «Commer» de once o doce plazas que salía a las y cuarto y menos cuarto y no hacía paradas prácticamente.

 

Eran los tiempos de «Transportes de Tenerife», la empresa que prestaba los servicios y que no resistió los avances de la modernidad y las demandas crecientes de los usuarios. En aquella zona próxima al muelle, se vivió algo parecido a una huelga. Fue un paro, ciertamente, al frente del cual se puso Liborio Zamora, más conocido por «Cheché». Se concentraron unas decenas de personas, sin violencia, sin que la algarada pasara a mayores.

 

Y en aquel pequeño local, por cierto, depositaban los paquetes del desaparecido diario La Tarde por cuyos ejemplares esperaban habitualmente los contertulios de la ‘cámara alta’ del bar Dinámico. Y hasta que llegaban los repartidores. Curioso, porque había quien compraba el periódico vespertino a la mañana del día siguiente. Y es que, a veces, ni llegaba.

 

Cuando el tráfico se fue intensificando, la parada se trasladó hasta El Penitente, en la explanada adoquinada junto al mercado municipal. Lo que hoy sería el tramo de plaza de Europa más próximo a la fachada de las casas consistoriales. Los turistas, cada vez más numerosos, demandaban información y entonces colocaron unos originales cartelones de madera que solían caerse con una ligera brisa y donde estaba inscrito el lugar del destino. Las guaguas seguían saliendo Santo Domingo arriba para girar hacia la Punta de la carretera pasado el que era conocido como empaquetado de los «Betancores».

 

En los alrededores de la plaza del Charco habían dejado espacio para que estacionaran las guaguas que cubrían el trayecto hasta las barriadas y Punta Brava. Salían cada media hora desde el exterior de la sede de Falange, cerca del cinema Olympia. Los retornos, por la calle Puerto Viejo, se hicieron cada vez más complicados -prácticamente las guaguas no cabían entre obras y aparcamientos- de modo que fue necesario buscar otro emplazamiento que funcionó durante un tiempo al comienzo de la calle Nieves Ravelo, frente al monumento a Bonnín, donde incluso construyeron una isleta de protección y acceso de los usuarios.

 

Se materializó años después otro traslado: hasta la avenida Hermanos Fernández Perdigón, en un área que concentraba los núcleos de prestación de servicios públicos más importantes. El turismo había eclosionado en la ciudad. Instalaron unas pequeñas casetas, unos módulos, donde despachaban billetes, paquetes y mercancías y en cuyos alrededores se concentraban los conductores, cobradores e inspectores.

 

Había desaparecido Transportes de Tenerife, sustituida por TITSA después de un doloroso parto en el Cabildo Insular en el que tuvo mucho que ver el ya jubilado secretario general del Ayuntamiento portuense, Santiago Díaz Baeza. La isla estuvo sin transporte público de viajeros en la segunda mitad de los años setenta más de un mes.

 

En Hermanos Fernández Perdigón estaban José Abreu, Domingo Martín y Emeterio Martín Ramos, personajes con distintas responsabilidades y que, a fuerza de verles todos los días, se sabían las conexiones y los horarios de carretilla. Pedro Méndez, Domingo Ríos, Pedro Díaz, Ciriaco, Gregorio…, por citar algunos conductores. Allí aparcaban las unidades de la flota que, paulatinamente, se iba modernizando. La empresa iba introduciendo, además, nuevas líneas y nuevas frecuencias. Así surgieron los denominados «refuerzos», servicios expresos para Santa Cruz que, entre las ocho y las diez de la mañana, salían nada más llenarse la unidad prevista. La Guardia Civil se había puesto dura y vigilaba de cerca a las guaguas sobrecargadas que llevaban mucha gente de pie.

 

Hasta que ya en los años ochenta, en plena democracia y al principio de la autonomía, edificaron la estación de guaguas sobre un suelo que había servido para campo de fútbol rudimentario e instalación de circos y espectáculos ambulantes. La flamante estación de autobuses -así fue denominada, hasta que en las letras exteriores rotularan guaguas- parecía satisfacer las exigencias. La infraestructura disponía de dos plantas en el subsuelo para aparcamientos. Pero, como algunas de las dependencias ubicadas en la principal, nunca fueron utilizadas a plenitud.

 

Allí vivió sus últimos días laborales Diego Rodríguez, que era inspector y fue alcalde de La Matanza en el primer mandato democrático. El inspector fue una figura esencial en el transporte interurbano de pasajeros. Aparecía en cualquier parada, a verificar con creyón rojo y azul, la numeración de los billetes que expedían los cobradores en unos tubos cilíndricos mientras en bandolera colgaba la cartera de la que sacaban el cambio. Se trataba de comprobar que todos habían pagado. Si algún usuario no lo había hecho y estaba el inspector a bordo, tiraba de aquel cordón de cuero que se extendía por el techo de la guagua y hacía sonar la campanilla que avisaba al conductor para apearse en la parada siguiente.

 

Hace ya unos cuantos meses que cerraron esa estación por grave deterioro de su estructura, lo que ha significado la rehabilitación de la parada de Hermanos Fernández Perdigón. Un retorno al pasado, a la espera de un nuevo edificio, se supone. Ojalá no se prolongue mucho tiempo esta provisionalidad, por el bien de todos: trabajadores, usuarios y vecinos. Y ojalá haya mejor suerte que con otras obras públicas en la localidad portuense.

 

“Sus calles han resonado con los distintos acentos que monta la libertad en el caballo del tiempo”, poetizó García Cabrera. Sobre ese caballo avanzamos para conocer cómo los portuenses salen a la calle, en plan celebración popular, en muy contadas ocasiones. No son muchas las oportunidades, ciertamente, de modo que se amparan en los mismos sentimientos que pueden inspirar a otros pueblos: los éxitos deportivos, por ejemplo, no importa que sean de equipos de fútbol de los que son aficionados prácticamente desde niños.

 

La plaza del Charco es el lugar preferido para esas celebraciones, como pueden ser Cibeles en Madrid o la plaza de Canaletas en Barcelona. Como lo fue la plaza de La Paz en Santa Cruz de Tenerife. O la de La Victoria, en Las Palmas de Gran Canaria. Cada ciudad, cada pueblo, tiene su peculiar núcleo de celebraciones. Por su carácter céntrico, por sus tradiciones, por sus antecedentes.

 

Y las celebraciones son salir con los coches a la calle, con banderas, bufandas, toallas y otras prendas, haciendo sonar los cláxones o con la música a todo volumen, posiblemente la del himno de algún equipo de fútbol. Los conductores recorren las calles, vienen de los barrios y terminan en el costado norte de la plaza, donde unos pocos metros antes, en los alrededores de una cervecería muy popular, se concentran los celebrantes que han venido sin vehículo. Hay personas de ambos sexos y de todas las edades. No faltan chapuzones en la pila del centro y los daños colaterales que sufre la siempre ponderada ñamera.

 

Durante unos años, cuando se podía circular por el contorno de las calles del céntrico recinto, la diversión consistía en dar vueltas, en circular a su alrededor. Cuando el Club Deportivo Puerto Cruz de la época dorada ganaba sus títulos, sus dirigentes y los jugadores los paseaban alrededor de la plaza mientras los aficionados se acumulaban en los paseos o se concentraban en las cercanías de los desaparecidos bar Capitán y cinema Olympia.

 

Otros equipos locales, de categorías inferiores, han festejado también en los alrededores de la plaza del Charco por donde aún circulan los coches que desplazan a los ancianos y a los mayores en la festividad de San Cristóbal. El citado costado norte, por cierto, es el marco del “Mascarita, ponte tacón”, casi el único acto innovador del Carnaval portuense durante la democracia. Y esa zona, ya puestos, fue bautizada como “cacharródromo” al acoger a quienes aún se atreven con los cacharros en las vísperas de San Andrés cuyas tradiciones, allí mismo, se guardan con talleres y otras actividades etnográficas, educativas y culinarias.

 

Más cercanas en el tiempo tales celebraciones, recordemos que numerosos portuenses se lanzaron a las calles próximas a la antigua Casa del Pueblo las noches electorales. En otras ocasiones, tras la investidura de alcaldes, la plaza de Europa también albergó concentraciones populares.

 

Continuemos porque la siguiente fue una moda que se hizo luego costumbre. Hasta que surgieron alternativas y la cosa empezó a palidecer hasta el punto de que prácticamente ha desaparecido.

 

Hablamos de Nochevieja, de la despedida del año y la bienvenida al nuevo en un Puerto de la Cruz que intenta ahora mismo superar los efectos de la recesión económica y la pérdida de su liderazgo turístico.

 

En la segunda mitad de los años sesenta del pasado siglo, en plena eclosión, todavía en plena fase de construcción de algunos hoteles, la tarde-noche del 31 de diciembre era la genuina expresión del bullicio y de la diversión.

 

Algunos establecimientos marcaron la pauta. Ofrecían esa noche, a un precio muy salado todavía en pesetas, una cena de gala, acompañada -en algún caso- de orquesta y cotillón. Cuando no había orquesta, la música grabada era digna sustituta. Había que reservar plazas con cierta antelación pues la demanda alcanzó los máximos niveles. Los propios hoteles publicaban anuncios en los periódicos dando noticia de la celebración y de su contenido gastronómico.

 

La gala se respetaba, vaya que sí. Los hombres, de riguroso esmoquin. Las mujeres, con su traje largo y algunas pieles. Hablamos de los nativos, de los portuenses que esa noche hacían de turistas o de extranjeros. O se les trataba como tales. No era un desfile pero sí resultaba un placer, no exento de curiosidad, ver pasear a parejas y matrimonios rumbo a cualquiera de los establecimientos de Martiánez. Desde la avenida de Colón se podía contemplar el nivel de diversión de la fiesta. Se identificaba a las personas y hasta se las saludaba.

 

Hasta la década de los ochenta se mantuvo lo que terminó siendo una tradición, a la que se sumaba, por cierto, mucha gente de Santa Cruz de Tenerife y de otras localidades. Era la época de los ‘maitres’, de la brigada de eficientes camareros que servían de inmediato, del director del hotel vigilando todos los movimientos. Martiánez era un sector efervescente, pletórico de ambiente y diversión, enriquecido cuando los propietarios de los restaurantes descubrieron que también podían ofrecer suculentos menús y alguna atracción complementaria que luego, tras las doce uvas, dejaban paso a que los clientes tomaran otros rumbos, se marcharan donde quisieran, a beber y a bailar, a ligar y a comportarse con el desenfado que no abundaba en otras noches del año. No había distingos de edades, es más, no era extraño que coincidieran parejas digamos maduras con otras mucho más jóvenes.

 

Iban a las ‘boites’ y salas de fiesta, por ejemplo, que también programaban ‘cotillones’ y fijaban precios según las horas y según se llenara el aforo del local. La diversión se prolongaba durante la madrugada. La cuestión era resistir, ver amanecer. Si era posible, llegar al muelle o algún bar que estuviera abierto para desayunar. Era la búsqueda del chocolate y churros, no siempre fructífera a la vista de la cantidad de clientes que la practicaban.

 

Hasta que surgieron las alternativas. Por ejemplo, las celebraciones en locales juveniles, en los pocos que había. Novios que se las ingeniaban preparando una cena digna, en la que no faltara nada. Para que la música no se apagara, se turnaban algunos asistentes en las tareas de ‘disc-jockey’. La fórmula se hizo válida para algunas reuniones familiares en chalés o estancias de viviendas espaciosas. Allí se aguardaba a las campanadas televisadas, a las uvas de la suerte, a los primeros besos del año.

 

Y otro ejemplo que aún perdura: las fiestas populares, los bailes masificados, en calles cerradas al tráfico o recintos públicos. Ni el parque San Francisco se libró de estas celebraciones. Miles de personas escogieron durante años cualesquiera de las convocatorias del Puerto de la Cruz. Una o dos orquestas que desafiaban al frío nocturnal mientras la gente bailaba… o saltaba y brincaba, que esa noche, todo era posible.

 

Apenas un alto para las uvas y para mirar al cielo donde tronaban y estallaban los fuegos de artificio. Alguien amplificaba el sonido de las campanas para que la cosa tuviera todo el sabor de una despedida alegre y bullanguera. Un año, esa despedida televisada se hizo desde la plaza de la Iglesia o desde la Peña de Francia pero llovió torrencialmente y quedó deslucida, aunque quienes desafiaron las inclemencias cuentan que fue una experiencia inolvidable.

 

Ya en los noventa, los jóvenes quisieron dar un toque singular y muy específico y desde la península importaron el modelo festivo en garajes, cines o locales semiabandonados. Los promotores creían hacer negocio. Pero un desgraciado accidente endureció la normativa de exigencias de seguridad y las dificultades hicieron desistir.

 

Con el ‘botellón’ en pleno desarrollo, y mientras el frío o la lluvia no causaran deserciones, los jóvenes se buscaron la vida en la calle, muy al estilo de lo que practican a lo largo del año, si acaso con la diferencia de ir mejor vestidos.

 

A las 9 de la mañana del 1 de enero, cuando buena parte del músculo dormía, cuando muchos cumplían con el ritual cotidiano como si no hubiera caído la hoja del almanaque, los resistentes, los rezagados o los que aún tenían ánimos y ganas para seguir, eran vistos en los aledaños del muelle, en los alrededores de la parada de taxis mudada para la ocasión y en las cercanías de la estación de guaguas y calles adyacentes. Unos graciosos y otros pretendiendo serlo. Unos, aún con un vaso en la mano; otros, con el último cigarrillo y los menos afectados por los efluvios, intentando convencer de que aquello terminó y había que retirarse.

 

Era la tarde-noche -añadamos madrugada- del gran escenario del cosmopolitismo, de la ambientación que era sanamente envidiada.

 

Hasta llegar a nuestros días, cuando los hoteles ya no publican anuncios de cenas de Nochevieja, cuando los restaurantes hacen cuentas antes de ofrecer un menú extra y cuando se prefiere el calor de hogar para comentar las estupideces de las ofertas de los programas televisados -campanadas incluidas-, mientras los más jóvenes se afanan para divertirse gastando lo imprescindible.

 

LAS CRUCES SON AL PUERTO LO QUE LAS ALFOMBRAS DE FLORES A LA OROTAVA. Elementos distintivos, la motivación de un pueblo, el cultivo de las tradiciones. El arte, el esmero, la superación, la ornamentación, la sofisticación… Aunque sea un tópico: el amor por la obra bien hecha.

 

Cualquiera de sus modalidades: de capilla, interiores o de fachada exterior. Ahí están, dispuestas como cada mayo, para ser engalanadas, para lucir armoniosas combinaciones florales y para ser contempladas durante unas fechas con respeto y admiración. Si Juan del Castillo se refirió al lenguaje de los pétalos para definir lo que la Villa habla en su Corpus alfombrado, en el Puerto se desgrana una singular sensación creativa ante uno de los símbolos principales de la Humanidad.

 

“¡Qué bonita está!”, la frase más repetida desde las vísperas del 3 de mayo, la fecha de la fundación de la ciudad, exaltada y popularizada de otra forma desde la recuperación de los ayuntamientos democráticos.

 

Es en las vísperas, mientras los poseedores de las cruces o los cuidadores están en plena faena, “hacer la Cruz”, cuando cobra carta de naturaleza otra costumbre local: recorrer la ciudad y visitar las cruces. Las cruces del Puerto. Detenerse unos minutos, comentar, comparar, orar y seguir.

 

Luego, el día de la festividad propiamente dicha, cuando ya lucen, o cuando se dan los retoques finales o se acomoda la última flor, el último adorno, quienes prefieren ver la obra acabada, tienen opción en la mañana radiante o en la tarde que invita al paseo.

 

Desde Cuaco a Las Maretas y El Peñón, pasando por Las Lonjas y Cruz Verde, desde Cruz del Rayo a Calle Nueva, desde Ñuñú a La Unión, el recorrido, por los cuatro puntos cardinales del municipio, está lleno de reclamos. Hubo un tiempo en que para estimular el quehacer, fue convocado un concurso: estaba condenado a su desaparición, no hacía falta, los portuenses competían en noble y desinteresada lid.

 

Es la fecha del arte y de los fuegos artificiales. La plateada Cruz de la fundación sale en procesión. Hasta hace unos pocos años, había un prioste (mayordomo de una hermandad o cofradía) que representaba a una familia de la localidad que, alternativamente, organizaba la celebración y ofrecía un ágape al terminar el recorrido procesional. En la sacristía de la Peña de Francia hay que firmar el libro de actas en presencia del párroco.

 

Este día, el Puerto hace honor a su nombre. Personas de toda condición social, de todas las edades, se afanan y miman algo suyo. Continúan la tradición y transmiten sus valores a las generaciones más jóvenes que no parecen, por cierto, muy atraídas por la causa.

 

Porque, qué bueno es identificarse con los propios valores y hacer suyas, de verdad, con arte, las cosas que distinguen a un pueblo. Hubo un tiempo en que el Puerto de la Cruz fue el núcleo principal de la actividad nocturna de la isla.

 

El turismo, las extranjeras, el desarrollismo de los años sesenta, la liberalización de ciertos usos y hábitos sociales, el despertar de los jóvenes, las velocidades de la primera década de los setenta, el lento pero imparable aperturismo de los medios de comunicación, las facilidades y la adaptabilidad… todo, todo estaba al alcance y era muy fácil en aquel Puerto de intensa y vertiginosa vida nocturna en el que confluían parejas santacruceras de prosapia, profesores y estudiantes de La Laguna, empresarios y aprendices de ello enriquecidos en un plisplás y gentes de toda condición social llegadas de pueblos cada vez menos lejanos.

 

Todos en busca de diversión, de aventuras, de oportunidades, de modernismos… La oferta era amplia y generosa. Ambientes “in” y recintos apropiados. Claroscuros. Multifocos. Pasarelas. Diseños desconocidos y atrevidos. Humo que cegaba y no cegaba los ojos, cuando nadie pensaba que algún día llegaría la prohibición de fumar. Cerveza baratísima, güisqui de todas las marcas, blasier, mucho blasier, suéters de cuello alto, faldas que se iban acortando progresivamente y escotes para atraer miradas… Música “disco”, ritmos vanguardistas, orquestas clásicas, conjuntos que intentaban abrirse paso, guitarristas aficionados, algún cantante solitario que se atrevía, otro que oficiaba de imitador…

 

Y al día siguiente, o al lunes siguiente, a contar la hazaña. O a prolongar el enamoramiento. A pensar en cómo darle alegría al cuerpo la próxima vez. Las leyendas urbanas circulaban que era un primor, a velocidad de bólido. Nadie quería perder posiciones. Y la facilidad para incorporarse a la carrera era asombrosa.

 

Fue un exponente de la época dorada de la ciudad. “Puerto Cruz la nuit”, acuñamos en su momento. Curioso, porque era una suerte de libertad allí donde no la había, una conquista anticipada. Era la exteriorización del cosmopolitismo y de los avances de la época. La noche giraba de forma mágica, sin parar, prácticamente todos los días de la semana, era la multiplicación de las luces y las músicas. Era la oportunidad para los besos, para los amantes, para los incautos, para los desaforados, para las ansiosas, para lucir galas, para derrochar…

 

“Puerto Cruz la nuit” conoció de grandes locales, de discotecas y ‘boites’ donde el ocio nocturno brilló sin reservas, donde jóvenes y menos jóvenes coexistían en un admirable ejercicio de tolerancia, donde la población nativa congenió con la extranjera traspasando las barreras idiomáticas con una facilidad pasmosa, donde los gays encontraron también sus refugios exclusivos para huir, precisamente, de la represión, donde… vivir, en fin, era sinónimo de diversión, de cierto lujo, de desenfado.

 

Bali, Tuset, Alibabá, Rendez vouz, Golden, Candy, Atlantis, Cita 3000, Cintra, Diana, Escandinavia, Blanco y negro, Number one, Why not, Bossanova, Cleopatra, Los Caprichos, Lido, Caballo blanco, Oasis, Poncho, Royal, Rancho grande, Lili Marlene, Santa María, Cocoloco, Sabor-sabor, Victoria, Joy, Qatar, Bolero…  Nombres -sin necesidad de ser ordenados- para la historia.  Seguro que hay más, por lo que si alguien se acuerda, sólo tiene que aportarlos para seguir evocando.

 

Aquel “Puerto Cruz la nuit” fue todo un símbolo, un movimiento ciudadano, una cultura… Algo que siempre merecerá licencia para la nostalgia.

 

En lenguas del Puerto te veas, reza el dicho. Y se adentraron en los versos populares. Fue un modo de comunicar, una manera de inmortalizar los pocos acontecimientos que podían registrarse en aquel “mal Círculo de Iriarte donde cuatro ranilleros hablan de ciencias y artes”. Recurrían a la sátira, a la fina ironía; y expresaban en verso, en una poesía muy ‘sui géneris’, aquellas ideas, críticas, alusiones más o menos veladas, todos aquellos apodos y rasgos que nos acercaban a los protagonistas y hasta les identificaban. Eran auténticos versos populares que, además, circulaban muy restringidamente y eran enviados, según cuentan, de forma anónima. Luego saltaba la controversia sobre la presunta autoría.

 

Estos que siguen son unos versos alusivos a la celebración de un almuerzo político entre comensales portuenses en la primera mitad de la década de los años treinta del pasado siglo, en plena República. Aparecieron publicados en una edición local titulada “Rompe y Raja”, que desapareció tras la asonada de 1936. Las generaciones más jóvenes tendrán dificultad en identificar a alguno de los personajes. Para otros, la cosa será más sencilla y, por supuesto, graciosa. Se ha respetado el original. Y las citas de motes, están hechas con respeto y sin maldad.

“En el Puerto de la Cruz,
se organizó una comida
y se la fueron a comer
a la Cuesta de la Villa.

Fue una comida política,
según nos lo dijo Aurelio,
pues creo que fue organizada
por la casa de Cornelio.

En jardineras, camiones
y en coches particulares
de la Casa de Cornelio
salieron los comensales.

Y cuando la comitiva
ya se había retirado
salió en el último coche
Cornelio y su secretario.

Si quieren saber quién es,
el secretario de Cornelio,
es Perico “el Patafloja”
(un chico bastante serio)”.

El menú dicen que estuvo
una cosa de primera
pues el primer plato fue
una lengua a la barbera.

Hubo sable a lo Arturo,
pescado a lo Andrés Hidalgo,
Ramón a lo vividor
y Pollopera a lo Eduardo.

Y apareció de repente
una bandeja de pollos
asados a lo Vicente.

También hubo bacalao
compuesto a lo Andrés Martín
curieles a lo Perico….
¡Ese fue el plato más ruin!

Perdonen a los señores
que en ésta no se les puso
pues ahora vamos a tratar
un poco de los discursos.

Se levantó Andrés Hidalgo,
(que fue el primero en hablar):
“Señores, yo soy comunista
pero de los de Marcial”.

Se levantó Antonio Castro
y dijo de esta manera:
“Señores, yo soy monárquico
y lo seré hasta que muera”.

Antoñito, ten cuidado,
fíjate bien lo que haces,
pues en los tiempos que estamos
no repitas esa frase.

Todos hablaron lo suyo,
unos menos y otros más
y Cornelio, por no ser menos
también se levanta a hablar.

Intenta hacerlo y se traba,
se arma tan fuerte bollo
y los comensales le gritan:
“¡Que se siente ese frangollo”!

Se despidieron contentos,
gritando ¡Arriba España!
y hasta la próxima, señores:
quedaremos en La Montaña”.

 

Si la comida en sí misma fue todo un acontecimiento, la repercusión de la curiosa poesía, a decir de las personas que la conocieron y comentaron, tuvo también un considerable impacto, hasta el punto de memorizarla y repetirla en charlas domésticas o echando una perra de vino. Algunos prefirieron hacer copia manuscrita y la conservaron, de modo que, cada cierto tiempo, o cuando fallecía alguno de los asistentes, la recitaban. Y rememoraban aquella celebración.

 

El autor silense Ernesto Rodríguez Abad interpretó muy bien el modo de ser, las formas de hacer, el sentimiento de los portuenses. Suyas son las estrofas que dan vida al tercer movimiento de aquella inolvidable Cantata del ciego, estrenada en mayo de 2001, con motivo del 350 aniversario de la fundación de la ciudad, bajo la dirección de Gustavo Trujillo con la orquesta clásica de La Laguna y la coral Reyes Bartlet.

 

“Escuchen la historia verdadera y singular de Puerto de la Cruz, señorías y pequeños.
Si quieren saber las cosas que pasaron en el Puerto, han de prestar atención a las palabras del ciego.
No son palabras cualquiera, son las palabras que se enredan en el viento y que crecen en la luna, ocultas del lado oscuro.
Si quieren saber qué pasa en el alma de los hombres, si quieren las mujeres al marido, han de escuchar muy atentos:
¡Historias! ¡Peleas! ¡Avatares de las gentes!
Pero ha de creer señora en las tramoyas contadas”.

 

Palabras enredadas en el viento y germinadas en la luna, ocultas. Por lo que recomienda creer en las tramoyas, en el ingenio y hasta en las mañas. ¡Cómo se impregnó Ernesto del alma de los paisanos!

 

Las fuentes señalan que los próximos versos están escritos por un ciudadano cubano, allá por los años 30, cuando al Puerto de la Cruz llegaban barcos con pasaje, pero no atracaban en el muelle sino en altamar y a los pasajeros los bajaban a tierra en lanchas. Este pobre hombre estuvo dos días sin poder desembarcar, de ahí su desazón, plasmada en las estrofas que siguen:

 

“Yo creo en el infinito
en Dios y en Matusalén
y en el portal de Belén
do dio Cristo el primer grito.
Todo lo creo y lo admito
lo cierto y lo que no es cierto;
que estoy vivo estando muerto,
que hay un Puerto en Santa Cruz;
pero, el Puerto de la Cruz
no es puerto, chico, no es puerto.

 

Tendrá Tenerife un Teide
que hacia el cielo se levanta,
un bello clima que encanta,
un panorama muy rico;
tendrá un puerto Garachico
y el África su desierto,
en Las Palmas, no es incierto,
está el Puerto de la Luz,
pero, el Puerto de la Cruz
no es puerto, chico, no es puerto.

 

Si Dios deja de su mano
un bajel en alta mar,
asilo podrá encontrar
en el puerto de Los Cristianos,
en París o en Jovellanos,
en China o en el Mar Muerto;
mas doy como un hecho cierto
que si al de la Cruz arriba
se chiva, chico, se chiva
porque ese, chico, no es puerto”.

 

Versos populares que reflejaron algunos episodios y sentimientos de la vida portuense. Caracterizados por el desenfado, la mordacidad y hasta lo que hoy sería mala uva, encontraron una notable acogida no solo por rememorar determinada época histórica sino por la singularidad de su propio contenido. Ya se ha explicado que, independientemente de la autoría, fue una forma de ‘comunicar’ y de intercambiar lindezas, muy propio, además, de una localidad pequeña a la que el espíritu de la maledicencia se le identifica con ese dicho liberatorio: En lenguas del Puerto te veas. Hay otras coplas y estrofas que, picantes por lo general, divertidas, ocurrentes, absurdas, canoras, musicalizables, siempre inspiran sonrisas.

 

Una política, por ejemplo:
“En el cielo manda Dios
y en la tierra los obreros
y en el Puerto de la Cruz
Florencio Sosa Acevedo”.

 

UNA QUE JUEGA CON EL AMOR Y LOS APODOS:“Todas las tardes baja
el lucero de la Villa,
a enamorar en el Puerto,
con agua de manzanilla”.

Carnavaleras, varias. Esta que sigue la interpretaba, con música de Mi jaca, la murga Los Viudos, de efímera aparición mediados los años sesenta:

“Mi suegra
relincha y da patadas
cuando va pa’ las barriadas
caminito del Peñón.
La quiero
lo mismito que a una potra
que me está dando tormentos
por culpita de un querer”.

 

Otra fue cantada (con música de La cucaracha), por Los Murgoconcejales, una improvisada reunión de ediles que se atrevieron a subir al escenario del parque San Francisco y lanzar:

“Los periodistas, los periodistas
ya no pueden criticar
porque la murga, porque la murga
ha aprendido a replicar”.

Otro estribillo, al ritmo italiano de Ricci e Poveri, circuló a principios de los ochenta:

“Los concejales, de buen humor
al ver a Paco en bañador
la vuelta al Lago
y muchos tangas alrededor”.

Entre los carnavaleros portuenses, se hizo popular la siguiente estrofa (con música de O balancé, balancé) dedicada al sin par Pepín Castilla:

“¡Oh, mariscal, mariscal!
Cuánto te gusta mandar.
Entra el parque
y ponte a limpiar:
¡Oh, mariscal, mariscal!”.

Las diferencias entre el Puerto y La Orotava encontraron también inspiración poética:

“Tres cosas hay en el Puerto
que no las tiene la Villa:
el muelle, la plaza del Charco
y la calle La Ranilla”.

Aquí, habría que citar también los bellos recuerdos “cuando la playa era ‘only’ tarajales” y del “bañador envuelto en la toalla” que cantaran los Encinoso, y de los que extraemos la siguiente estrofa:

“Un bañito en La Carpeta
si el mar estaba tranquilo
que ayer casi no te ahogas
en el charco de La Soga.
Y si querías nadar
si bajaba la marea
era el único lugar
charco de La Coronela”.

Hablemos también de dichos o relatos más o menos largos que fortalecieron las leyendas urbanas y sustanciaron numerosas conversaciones en cualquier día, a cualquier hora, en cualquier lugar. Han ido pasando de generación en generación, conservada su esencia, puede que deformada por alguna exageración o por algún propósito implícito de querer reforzarla.

Porque el basamento era la mentira. Para causar gracia. Mejor: carcajadas. Para imaginar lo imposible. Para descubrir la personalidad de quien la profería o había hecho de ella un instrumento habitual de convivencia. Una tras otra; la siguiente, aún mayor que la anterior. Una apuesta por lo increíble, una vida animada para suplementar las lenguas del dicho.

Algunas de ellas: por ejemplo, la de los perros y el dominó.

-Lo que más me impactó de aquella isla es que todo el mundo jugaba al dominó. Hasta los perros jugaban.

-Pero eso es imposible. ¿Y cuándo tenían que pasar, cómo hacían?- le preguntan.

-Golpeaban ligeramente sus patas sobre la mesa.

 

Otra: la del reloj sobre una caña.

-Estuve cortando caña. Y me quité el reloj, claro. Cuando terminamos, me lo dejé allí olvidado, sobre la punta de una de ellas. Quedé fastidiado pero un año después fuimos al mismo sitio y el reloj estaba en el mismo lugar. ¡Y seguía andando!

Esa tendencia a la exageración se aprecia en esta otra:

-Estábamos jugando al fútbol en unos llanos muy largos. En cierto momento pegué un salto para dar al balón con la cabeza y cuando me elevé ví la torre de la iglesia de Icod el Alto.

Desde luego, por imaginación que no falte:

-Nunca pensé que hubiera tantas palomas en aquel palomar. Compré un saco de millo, esparcí los granos y ni uno cayó al suelo, se los comieron por el aire.

Pero acaso ninguna como la del chorro:

-Después de ganarle una apuesta, aquel negro corrió detrás de mí por todo el pueblo, hasta que llegué a un callejón tapiado, sin salida. Menos mal que había un chorro de agua. Me subí por él hasta la cima y me quedé arriba, hasta que el negro se aburrió y se marchó.

En fin. La mendacidad por norma. O casi. Para reír, para animar, para alimentar las leyendas urbanas.

Se acerca al final la propuesta del pregonero que anuncia que el próximo año se cumplirán noventa y tres del descubrimiento, en el antiguo convento de las monjas catalinas, en la plaza de la Iglesia, del extraordinario tapiz que recrea la fundación de la ciudad, obra de la insigne portuense Lía Tavío y cuyo boceto se debe al historiador y cronista oficial de la ciudad, Francisco Pedro Montes de Oca García. Un voraz incendio, en febrero de 1925, destruyó el tapiz que adornaba sus paredes. No hay fotos ni copias del mismo. Queda una referencia publicada en diciembre de 1921 en La Gaceta de Tenerife que describe la belleza de la obra. Dice así: “Dicho acto de fundación está perfectamente de acuerdo con lo que nos relatan los documentos sobre los ritos y ceremonias que en aquellos tiempos acostumbraban hacerse en las fundaciones de pueblos, no sólo en Canarias, sino en Indias, interviniendo en dicho acto los personajes y autoridades que solían asistir a estas fundaciones. En el tapiz aparece el fundador Antonio Lutzardo y Franchy, y el escribano del Cabildo Cabreja, quien da lectura al documento de fundación.

En dicho cuadro aparece el «rollo» que -según rezan viejas crónicas- era de barro y cañas. Dicho tapiz manifiesta perfecto conocimiento de la flora de aquellos tiempos, así como también de la indumentaria. Surca el mar una carabela de las que solían llegar a esta ribera en busca del malvasía.

En el cuadro campea un drago, encarnación de la leyenda y de la tradición. La figura austera de un religioso franciscano, de los que solían asistir a dichos actos, surge en la perspectiva.

Una magnifica guarnición con cuatro dragones, guardadores de las manzanas de oro, es el gran adorno del tapiz…”.

El bisnieto de Francisco Pedro Montes de Oca, Alejandro Carracedo Hernández, ha encontrado en el Fondo del mismo nombre, depositado en la Universidad de La Laguna, el dibujo que, conceptualmente, concuerda con la descripción señalada. Previas conversaciones orientadas con tal finalidad, parece llegada la hora de la recuperación de tal dibujo que debe lucir, por su valor, en lugar destacado y visible de la sede institucional. De momento, gracias a sus desvelos, es posible observarlo en el sitio digital canarizame.com del que es administrador.

Se ha hecho largo el envite de la mar. Pero la tarde estaba guapa, que diría otro poeta emigrante, Luis Gálvez Monreal, y animaba a contar cosas, a hacer un recorrido por los pliegues del costumbrismo y pulsar los latidos del sentimiento portuense. Y por eso, el Puerto ‘suyo’, el Puerto de todos nosotros, el “espolón lleno de casas”, ese “embalsamado en ausencia, en olvido y en el silencio”, ojalá se resista y se revuelva.

Porque aquel ‘Puerto Cruz la nuit’, el de los años de esplendor… ese no retornará. Se podrá añorar pero no se repetirá. Lo que hay que hacer es salir del marasmo, superar la decadencia, crear las condiciones para vivir otra etapa floreciente.

Porque se siente, se percibe… En cada conversación, en cualquier saludo. Es una impresión muy extendida: los portuenses están desmotivados y desencantados. El caso es que no éramos así. Había otras inquietudes, otras sensibilidades. La cosa pública suscitaba interés: un proyecto, una actuación, una obra, la entrada en funcionamiento de algún servicio, una apertura, alguna novedad en el paisaje urbano. De todo eso se hablaba, a veces con pasión, incluso sin entender plenamente de la materia.

Cuando eso -y no hace mucho, la verdad- la relación social hasta era más cordial.

Unos lo atribuyen a un exceso de politización sesgada pero parece más apropiado hablar de encono alimentado, de emponzoñamiento.

Entre unos factores y otros, la gente se ha ido alejando hasta terminar considerando la política como una actividad antipática y rechazable. Malo cuando eso ocurre: puede ser el germen de una involución o de hecho trunca un proceso natural de madurez. Se ha despertado el recelo, hasta dispararse. El caso es que el Puerto no era así.

Se ha instalado la desconfianza. Es cierto que algunos se mueven muy bien en ese clima turbio, sórdido y escandaloso. Les interesa, claro. Porque lo malsano incentiva el morbo.

Ese alejamiento es sinónimo de desencanto y de desmotivación. Se aprecia en los portuenses el hastío. No parece haber nada que les seduzca. Falta una causa, un motivo con el que identificarse y convertirlo en timbre de orgullo. El sentido de la autoestima sigue en declive. Se echa en falta una apelación a la cordura, al talante local de siempre, aquel que caracterizó la Transición política y alumbró lustros de la democracia.

Esa idiosincrasia ha ido palideciendo hasta los niveles más preocupantes. Se va desvirtuando progresivamente.

Natural entonces que abunden, la desilusión, la desmotivación, el desinterés…

Pero no es bueno, ¡eh!, que un pueblo se vea afectado por esos males. Puede experimentar una regresión que no es lo más deseable en unas circunstancias como las que nos afectan. Hay que revolverse. Porque aún hay aventuras y sueños, hilo, huellas y tramoyas que el ciego canta altivo y la sensibilidad popular recrea.

Por eso, el pregonero, en su reflexión final, que quiere ser también un mensaje estimulante, se identifica con los versos de Gálvez Monreal, inspirados en el ‘Puerto mío’ que todos llevamos dentro. Con ellos, señor alcalde, señoras y señores capitulares, ciudadanos, amigos todos, les agradecemos su atención y les deseamos unas muy provechosas Fiestas de Julio en honor al Gran Poder de Dios y la Virgen del Carmen.

Escribe el docente y poeta, autor de Dos mundos y un volcán, refiriéndose al pueblo:

“Recostado en los encajes
que la mar te ha ido tejiendo
parece como que añoras
otra vida y otros tiempos.

Yo, mi Puerto, te lloraría,
te lloraría como muerto
si no supiera que sufres
un letargo pasajero” …”

 

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