La cuarta carta.

Bata - Fernando Poo Hundido
Fernando Poo Hundido en Bata

Me llaman Sergio, y el día 20 de septiembre de 1943, partí de regreso a mi país, dispuesto a correr una aventura más, en el mismo barco que me trajo a Santa Isabel, el «Dómine». Hermano gemelo del Fernando Poo, que tan triste destino sufrió y de tan desafortunada memoria.

El viaje de regreso fluyó con normalidad en los dos primeros días, pero al tercero un gran revuelo rompió el tedio del trayecto que solía ser monótono y aburrido. Todo el mundo se dirigía a cubierta y mientras subíamos especulábamos sobre si serían ballenas, tiburones o estos últimos de comilona entre los restos de algún atorpedeamiento. Pero ninguno de nosotros acertamos, el revuelo era causado por un pequeño barco de guerra que se acercaba a gran velocidad, mientras nos indicaban por señales ópticas y banderolas que parásemos máquinas y nos dispusiéramos a ser abordados.

H.M.S. Hydrangea, K-39
H.M.S. Hydrangea, K-39

Al aproximarse pudimos distinguir el numeral K-39 en un lateral y el nombre H.M.S. Hydrangea en la proa, después de realizar varias vueltas de inspección alrededor nuestro, buscando algún submarino de escolta y sin dejar de apuntarnos por debajo de la línea de flotación, lanzaron una motora al agua con la misión de abordarnos. El capitán, con el beneplácito de todos los que estábamos en cubierta, tuvo la cortesía de lanzarles una escala de «gato», en vez de bajar la escala real, demostrando la mala gana con la que aceptaba el abordaje.

Subieron a bordo una serie de tipos que mas parecían piratas que marinos de la Su Graciosa Majestad, aunque bien es cierto que a través de la historia ha habido poca diferencia entre unos y otros. Todos llevaban el torso desnudo, con pantalones cortos y calzado de lona. Armados hasta los dientes con fusil, revolver, bayoneta y unas cartucheras cruzadas, lucían todos unas barbas enormes y descuidadas.

En ese momento se presentó el capitán del Dómine con cara de muy pocos amigos a recibirlos y, mientras nos encañonaban a todos, el oficial inglés se acercó al capitán mostrándole una ficha con la fotografía de uno de los pasajeros. Esta táctica la usaban habitualmente, investigaban a cualquier pasajero que tuviera cualquier relación con los alemanes para usarlo como excusa para abordar el barco y registrarlo. En este caso la suerte le había tocado a un pasajero de 3ª clase, que aunque español, trabajaba para una factoría alemana, Ángel Sánchez Artero.

El capitán miró un segundo la ficha y con gesto de desprecio se la entregó al segundo oficial de nuestro barco y dando violentamente la espalda a los ingleses se alejó de allí. El segundo oficial contempló la cartulina y acompañó al oficial inglés y dos marineros hacia los camarotes de 3ª clase.

Camarote de primera clase
Camarote de primera clase

Yo no puede reprimir una sonrisa, y con calma me dirigí a mi camarote, mientras observaba como el resto de la tropa invasora se dirigía hacia el puente de mando. Al llegar a mi camarote, recogí toda la correspondencia que me habían confiado para entregar en España, y acordándome de los amigos que me la habían entregado, la guardé en la maleta. Cerré la maleta y me encaminé al bar del barco a tomarme una copa.

El ambiente que se respiraba allí era de rabia contenida, por el secuestro al que estábamos siento sometidos. Aunque al resto del pasaje no nos molestaron mucho, al pobre Ángel le amargaron la vida en todo lo que pudieron. Después de registrar todo su equipaje,  y el camarote, le destrozaron el cinturón, le sacaron todos los papeles del librito de fumar e incluso le destrozaron los tacones de los zapatos, como en el argumento de una mala película de espías, todo esto sin parar de encañonarle en el pecho y sometiéndole a un tercer grado inhumano.

Domine
Domine

A la vista del poco éxito, el barco emprendió la marcha bajo continuo mando y vigilancia de los marineros ingleses. No podía dejar de escudriñar el mar a mi alrededor, buscando la estela de un periscopio de algún submarino alemán, muy frecuentes en la zona, que al vernos «escoltados» por un buque inglés, decidiera hundirnos para evitar males mayores.

Amanecimos con una aumento de escolta, por la noche se habían unido dos nuevos barcos de guerra similares al que nos abordó,  que situados a ambos lados del barco nos sometían a una férrea vigilancia, no sólo con la mirada, sino acompañada de la boca de sus cañones.

K-39 desde la cubierta de otro acorazado
K-39 desde la cubierta de otro acorazado

Si ya temía por los submarinos alemanes, al amanecer en esa situación mi temor no hizo mas que aumentar, porque mientras las corbetas inglesas zigzageaban para evitar ataques de torpedo, el Dómine continuaba en línea recta, lo que le convertía en un blanco fácil y apetecible.

Tardamos tres días en llegar a puerto y frente a nosotros aparecía la silueta de Freetown en Sierra Leona. Sin duda el episodio que más hilaridad me produjo durante este trayecto fue uno que me demostró la estupidez de la raza humana. Cada tarde se servía una pequeña merienda que consistía en frutas, dulces, galletas y una bebida a elegir entre café o té. Durante toda la travesía la mayoría de los pasajeros, habían pedido café, pero la primera tarde que se sirvió la merienda con los piratas a bordo, cuando el camarero iba preguntando que querían tomar, todos los españoles pidieron té, sin duda para congraciarse con los ingleses. Cuando llegó mi turno a mi, respondí bien alto y claro, para que se oyera en todo el comedor, ¡Yo café, por favor!, el camarero después de servirme con una sonrisa continuó sirviendo a las demás mesas que siguieron pidiendo té.

Salón de primera clase del Dómine
Salón de primera clase del Dómine

Lo asombroso fue que cuando por fin fue a servir a los ingleses, estos, sin excepción, ¡pidieron todos café!, la suerte fue que la silla enfrente a la mía estaba vacía y no recibió el buche de café que expulsé al no poder contener la risa que me producían las caras de todos los que intentaban tragar de mala manera el té, mientras los ingleses y yo disfrutábamos de nuestro exquisito café, variedad arábiga, procedente de la plantación de Belefús, en Etembue. En la que yo trabajaba, antes de esta guerra.

Al llegar a Freetown fondeamos en el centro de la bahía, totalmente llena de buques de todas clases, esperando sin duda la órden de salir en convoy para Europa, aunque nos habían quitado todas las máquinas fotográficas, cualquier persona con buena memoria podría dibujar sin problema un esquema del puerto y la disposición de todas sus defensas y fuerzas.

Nada más largar anclas se aproximaron a nosotros varias motoras cargadas de militares que subieron a bordo y empezaron a registrar a todos los compañeros de viaje, no sin que estos antes procedieran a tirar por las ventanillas, rotos en mil pedazos, cualquier papel o foto que pudiera incriminarles en lo que fuera que buscaran los ingleses.

Me dirigí a mi camarote de 1ª a la espera de que me tocara el turno en el registro de mis cosas, al rato se presentó un oficial chapurreando en un español que no había quien lo entendiera. Me preguntó si aquella era mi maleta, y me pidió que la abriera. Al abrirla quedaron al descubierto las cartas que sobre la ropa había colocado días antes. Nada más verlas me preguntó que eran esas cartas y cuando hizo ademán de cogerlas, me adelanté y sin darle tiempo a reaccionar, abrí la primera y se la entregué para que la leyera, diciéndole que eran cartas de amigos para familiares, en cuanto termino de leer la primera, hice lo mismo con la segunda, la leyó por encima y me la devolvió. Cogí la tercera, y la miró de medio lado sin prestar atención, cuando iba a abrir la cuarta y entregársela, me la rechazó diciendo: ¡Déjalo, veo que son cartas familiares!.

Se dirigió a la maleta y mientras miraba por debajo de las cartas el resto del contenido, me ofrecí a quitarlas, guardándomelas en los bolsillos para que pudiera mirar mejor. Terminada la inspección, y con las cartas aún en los bolsillos, le invité a tomar un whisky en el bar del barco, cosa que aceptó encantado, aunque en cuanto llegamos al bar me preguntó si me importaba que tomara coñac, porque le gustaba mucho el español. Le pedí al barman una botella y se la regalé al oficial, que en correspondencia me regaló una pipa inglesa de espuma de mar.

Bar de primera clase
Bar de primera clase

Era un hombre simpático y estaba encantado con mi “amabilidad”. Después de un par de copas, me contó que había aprendido español en Francia, por correspondencia, eso lo explicaba todo, y con la excusa de practicar mi inglés pasamos a  hablar en inglés colonial, idioma que tampoco dominaba, por lo que terminamos hablando en francés, y averigüé el origen del problema, el oficial era australiano.

Después de permanecer tres días en Freetown, y al atardecer nos marchamos en un convoy saliendo a mar abierto. A la madrugada siguiente la tripulación inglesa abandonó el barco y nos dieron orden de seguir hacia España. Durante los días siguientes los comentarios airados giraron sobre la figura del desconocido causante de aquel episodio, uno de los más indignados era por supuesto yo.

Regresé a mi camarote, con las cartas todavía en los bolsillos, y mientras tarareaba el concierto para piano K-39 de Mozart, “Salve tu, Domine”, repetía para mis adentro, «Te saludo señor, y te doy las gracias», porque la cuarta carta, la que el oficial rechazó y no quiso ver, estaba escrita en perfecto alemán.

Me llamo Valentín Pedraza, nombre en clave, Sergio.

Fotos del Dómine pertenecientes a la página http://www.trasmeships.es/9.html

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